Miquel Escudero-El Correo
Ni puedo ni debo compartir con mis estudiantes muchas cosas que a mí me interesan, aunque puedan serles provechosas o interesantes. La razón es que me debo al programa de una asignatura, y mi primera misión en mi encargo es ayudarles a que sean competentes en esa materia y, por supuesto, conducirles por la senda del rigor y la agilidad al argüir, estimular su flexibilidad e imaginación. Pienso en las clases que doy y me pregunto qué captan de lo que les digo, para qué les servirá. ¿De qué soy responsable y de qué no? En todo caso, sé que tengo como deber moral hacia ellos poner buena cara y transmitirles esperanza y alegría. Recuerdo la frase de Albert Camus evocando a su abuela materna: «Hay personas que justifican el mundo, que te ayudan a vivir con su sola presencia». Ayudar a vivir es la clave.
Son jóvenes y muchos de ellos tienen ya ‘arrugas’ y déficits notables en su formación, como a todos nos pasa. Deben saber que lo sé y que no deben avergonzarse, sino superarse con coraje y decisión. Pienso en la técnica japonesa del ‘kintsugi’ de reparar cerámica sin miedo a que se noten las rajas que tenga, pero añadiéndoles valor al adornarlas con polvo de oro o plata líquida. Hay que transfigurar la existencia con nueva belleza. Estamos llamados a sacar de nosotros lo mejor que podamos en cada circunstancia distinta.
En una calle de Marvão, preciosa villa portuguesa, aparece la inscripción de una frase de Menezes, gobernador de Brasil en el siglo XVII: «Mas, pois triste não sou eu nem no serei nenhum’hora» que podría traducirse: «Ni soy una persona triste, ni lo seré nunca». Es la voluntad de no doblegarse ante la adversidad.