JESÚS PRIETO MENDAZA / Antropólogo, EL CORREO 10/05/14
· Cuando una diferencia se encierra en sí misma, la deriva previsible es que tienda a magnificar el comunitarismo étnico-cultural.
La Unión Europea afronta su campaña electoral aquejada por dos males fundamentales: una crisis económica que no termina de ver su fin y un repliegue identitario que puede sentar en el Parlamento de la Unión a sectores ultranacionalistas de varios países. La situación española no es distinta salvo, quizás, por la profunda incidencia de ambos factores. El debate secesionista que se plantea en Cataluña, y previsiblemente en el País Vasco, está consumiendo la atención, y las fuerzas, del país en los últimos años. Los argumentos esgrimidos aluden a un pasado mítico arrebatado, que se ha de recuperar, así como a las ventajas económicas de la separación de quienes son ‘una rémora’ para la riqueza propia, entendida como exclusiva y no compartida. Los últimos sucesos acaecidos en Ucrania bien podrían servirnos de ejemplo de lo que el nacionalismo excluyente acostumbra a generar: negación de una ciudadanía inclusiva.
La explosión secesionista, secundada por la población rusófona, no se explica únicamente por los intereses geoestratégicos de Putin. Este análisis, aireado por la Administración norteamericana y por la Unión Europea, pretende ocultar la vergüenza de un apoyo internacional a un ‘Maidán’ y a un Gobierno ucraniano posterior, ilegítimo, apoyado por fuerzas neonazis, xenófobas y violentas como Svoboda, Pravy Sektor o Banderovski. En el origen de estas revueltas que se han multiplicado en las provincias orientales se encuentra, en gran medida, el descontento de unos ucranianos –la minoría rusófona– que después de varias décadas de independencia se han sentido extranjeros en su propio país. Ucrania se construye, tras la desaparición de la URSS y el Tratado de Belovenzha, bajo un modelo ‘ucranian’ que reinventa su pasado desde un nativismo negador de la pluralidad y la historia del país.
Tras años de sufrir la dictadura soviética, la nueva Ucrania no se construye antisoviética sino profundamente antirrusa. Surgió así, con posterioridad a 1991, una importante corriente oficial negadora de la diversidad endógena ucraniana. Se comenzó con una política educativa que chocaba frontalmente con la realidad cultural de ciertas regiones, inferiorizando o prohibiendo el ruso y oficializando el ucraniano. El acceso a ciertos puestos y cotas de poder se ha reservado a quienes formaban parte de la identidad primordial, es decir la cultura ucraniana, entendida ésta como un constructo homogéneo, único y sin posibilidad de mezcla. Todo ello ha generado frustración entre quienes se han sentido ciudadanos de segunda: los rusófonos. Parias en su propia tierra, estigmatizados por el poder y sin acceso al ‘ascensor social’ que la independencia les había prometido, la minoría rusa ha visto, durante dos décadas, como unos se convertían en los propietarios de la patria mientras que ellos eran simples realquilados de la misma.
Creo, por lo tanto, que debemos obtener ciertas lecciones de la situación ucraniana y que estas debieran de obligarnos a una profunda reflexión. En el fondo de las demandas secesionistas presentes en España también se encuentra la reivindicación del ‘hecho diferencial’ que André Taguieff o Michel Wieviorka nos recuerdan es el disfraz con el que se presentan las nuevas formas de racismo europeo para, «subrayando la existencia real o fantasmal de particularismos, inferiorizar a otros». Hoy, tanto en la sociedad vasca como en la catalana, se están generalizando ‘lógicas de cierre’ que resultan anacrónicas pues no tienen en cuenta, como recuerda Wierviorka, que «nuestras sociedades son heterogéneas, fruto de siglos de mezcla o ‘creolisation’ que hacen que nuestras culturas se interpreten, se conformen mutuamente y se transformen constantemente en su pluralidad siendo fuente de creatividad e inventiva».
Cuando una diferencia se encierra en ella misma, la deriva previsible es que tienda a magnificar el comunitarismo étnico-cultural, despojando así de libertad individual a todos sus miembros, impidiéndoles de esta forma construirse como sujetos y reinventar su identidad todos los días desde los contactos con el diferente, cortocircuitando totalmente las relaciones basadas en la ciudadanía. Como afirmaba el gran intelectual ruso Mijaíl Batjin, «en la vida yo participo de las costumbres, de la nación, del Estado… yo llego a ser yo mismo sólo al manifestarme para el otro, a través del otro y con la ayuda del otro. En relación con la otra conciencia».
El gran reto para una sociedad democrática radica en esa relación dialógica, es decir en circular, entre la lógica particular y la lógica universal para articularlas en el respeto a la diferencia y en la asunción de nuestra propia interculturalidad. Ni la cerrazón comunitarista (tan propia de los nacionalismos periféricos) ni el universalismo abstracto (tan del gusto de los nacionalismos estatales) pueden ofrecer una salida justa al conflicto aquí planteado. El lehendakari Urkullu se ha mostrado especialmente prudente en este tema, aun así no estaría de más que otros líderes políticos (también algunos tertulianos ultranacionalistas españoles), que excitan a las masas desde la agitación de los ‘sentimientos calientes’, tomaran buena nota de las lecciones ucranianas.
Quienes siguen considerando que una Euskal Herria monocultural, monolingüística y sin contaminación española sólo traerá ventajas quizás debieran reconsiderarlo… o empezar a pensar dónde podría ubicarse la futura Crimea vasca.
JESÚS PRIETO MENDAZA / Antropólogo, EL CORREO 10/05/14