Ignacio Camacho-ABC
- El sanchismo ha colonizado las instituciones e invadido su autonomía para someterlas a una deriva de tropelías ventajistas
Cuando este presidente deje de serlo se llevará con él sus mentiras. Al menos las futuras, porque las pasadas han quedado escritas, registradas en vídeo y grabadas en la memoria colectiva. Lo peor de su etapa es que amenaza con dejar el inquietante legado de unas instituciones derruidas, arrasadas en su prestigio, colonizadas por el poder, jibarizadas en su autonomía. Ése es el verdadero peligro del mandato sanchista: una degradación del entramado democrático y de sus mecanismos de control, de toda esa compleja arquitectura de contrapesos levantada para proteger a la ciudadanía ante las extralimitaciones de la acción ejecutiva. La Presidencia de Sánchez ha puesto cortapisas a la libertad de expresión, atufado a la opinión pública con incesantes vaharadas propagandísticas,
suprimido la transparencia, acosado a la justicia con manifiesta intención de invadirla y finalmente adulterado la función parlamentaria a base de filibusterismo y fullería. Toda la legislatura está tintada de este autoritarismo bonapartista.
El objetivo más recurrente de esa estrategia de ocupación es el Congreso, preterido como ámbito de debate y reducido durante la pandemia a un papel de mero figurante subalterno. Ni el González más crecido, ni el Aznar más soberbio, ni el Zapatero más frívolo ni el Rajoy más gélido han tratado a las Cortes con tanto desprecio. Ninguna presidenta ha abusado como Batet del arbitraje casero. Ninguna Mesa ha gozado de una mayoría oficialista tan abrumadora para asfixiar las iniciativas de la oposición con el continuo ejercicio del veto. Hasta las impudorosas ‘preguntas florero’, destinadas a los ministros por su propio partido como pretexto de lucimiento, habían caído en desuso hace mucho tiempo. Esta semana han vuelto, convertidas en felpudo electoral al servicio complaciente del Gobierno, como prólogo al escándalo del voto cibernético que ha decidido la convalidación de la reforma laboral por un pelo en un vergonzoso esperpento escenificado bajo la mirada de un país perplejo.
Ese diputado ‘culiparlante’ del PP cuyo único cometido de relevancia consiste en pulsar la tecla correcta sin equivocarse no merece su sueldo ni su acta. Pero a partir de ese autogol la actuación de Batet constituye un modelo de parcialidad, de favoritismo, de alcaldada sectaria. Su negativa a admitir, a estudiar siquiera la corrección de un error manifiesto resulta una tropelía ventajista, impresentable hasta en una asamblea universitaria. Es la última -sólo por ahora- aportación del sanchismo a un envilecimiento institucional propio de una deriva autocrática. Si los tribunales, acaso la última instancia resistente a la profanación, le obligan a rectificar no podrá seguir ni un minuto al frente de la Cámara. Y en todo caso ha quedado retratada como valedora de una chapuza barata que salvará un decreto pero deja su reputación muy malparada.