NICOLÁS REDONDO TERREROS

  • El presidente del Gobierno creyó que firmando pactos infames para la historia del PSOE conseguiría un periodo de tranquilidad y estabilidad

Nos adentramos en una legislatura en la que el Gobierno no tendrá holgura ni tranquilidad para enfrentarse a la tarea para la que fue elegido. Han logrado un Ejecutivo inimaginable, pero no podrán gobernar. Los ejemplos de las primeras sesiones parlamentarias de la legislatura serán una constante. El Gobierno se verá obligado a pactar en el último momento cualquier norma o proyecto que pase por el Congreso. Y la sensación de caos, inestabilidad y confrontación institucional se extenderá por todo el espacio público, gangrenando la política española. No habrá reposo. Hace unas semanas, el Gobierno se fue del Congreso con el rechazo de su ley de amnistía, debido a que los propios beneficiados, exigiendo todavía más garantías para ellos, la rechazaron. La última, con la arremetida antidemocrática contra los jueces y los fiscales díscolos, sumada a la contundente condena de las injerencias rusas en el ‘pronunciamiento’ iliberal de los independentistas catalanes, ha señalado una semana ‘horribilis’ para el Ejecutivo.

El conflicto con la mayoría de los fiscales y con los jueces que instruyen diferentes facetas de la ‘kermés’ putinesca de los independentistas catalanes era inevitable cuando violaron, con fuerza premeditada, el espíritu y la letra de la Constitución, al empeñarse el Gobierno en aprobar una ley de amnistía que, la vistan como la vistan, era y es radicalmente inconstitucional. La introducción forzada de una ley de esa naturaleza en nuestro ordenamiento constitucional, para conseguir los votos de Puigdemont, inevitablemente iba a desestabilizar el edificio jurídico español, simplemente porque el sistema no está diseñado para aceptar plácidamente, sin reacciones contrarias, tamaña tropelía.

El Gobierno ha aceptado las tesis más iliberales de sus socios más radicales y populistas al creer que todo es posible en democracia, haciendo de la mayoría parlamentaria, correa de transmisión de los partidos que sostienen al gobierno, la voz predominante, casi única en un esquema institucional mucho más complejo, que se basa en el equilibrio de los diferentes poderes, justamente por la sana desconfianza de los ciudadanos hacia cualquiera que ejerza el poder. Montesquieu prevenía sabiamente sobre la ausencia de estos «paradójicos, elegantes y acrobáticos equilibrios», en la más bella definición de la democracia realizada por Ortega, cuando escribía en ‘Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos’: «No existe tiranía más atroz que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo los colores de la justicia».

Nadie podrá decir hoy que la democracia española es más fuerte, cuando se ven las costuras del sistema institucional por todos los lados, ni que es más integradora, cuando todos los datos indican que una mayoría de los españoles apoyan la igualdad de todos ante la ley, que la ‘amnistía Puigdemont’ afrenta y quiebra sin reparos. En un sistema político que se debilita según pasan los días, todo, sin importar el rango real de las cuestiones, se convierte en un problema de dimensiones nacionales, entrelazándose unos a otros como las cerezas, y al caos provocado en la política interna española se ha unido últimamente la exhibición pública de todas nuestras vergüenzas en el Parlamento europeo. Ha sucedido en el peor momento, cuando los países serios de la Unión evalúan con suma preocupación la amenaza de la Rusia de Putin, teniendo muy en cuenta que EE.UU. nos puede deparar sorpresas desagradables en sus próximas elecciones presidenciales. Se han vuelto a resaltar las frecuentes, intensas y sospechosas relaciones de parte del independentismo catalán con los servicios de espionaje rusos en unos casos, y en otros con esa mafia que oscila entre los negocios multimillonarios y las esferas políticas más privilegiadas del Kremlin. Justamente en ese clima de alarma precavida de los países serios de la Unión, los independentistas catalanes, por necesidades de Sánchez, pasan de ser sospechosos de graves delitos contra el orden constitucional español a ser los protagonistas festejados de la política española.

Decía que parte de esta situación se debe a que Pedro Sánchez cree que desde el Gobierno, y con unos grupos políticos solo de acuerdo en que su débil presidencia es lo que más conviene a sus muy diferentes objetivos políticos, todo es posible. Pero también se debe en parte a una ignorancia que asusta, y a la aplicación de una máxima radicalmente contraria al noble ejercicio de la política y que no es otra que «después de mí, el diluvio». Habría sido conveniente para disminuir su ignorancia sobre la política que leyeran al ya referido Montesquieu: «Unas veces la cobardía de los emperadores, otras la debilidad del imperio, impulsaron a comprar con dinero a los que amenazaban con invadir el imperio. Pero la paz no se puede comprar, porque quien la ha vendido se encuentra con ello en mejores posiciones para hacerla comprar nuevamente». El presidente del Gobierno creyó que firmando pactos infames para la historia del PSOE y, lo que es más importante, para la España democrática del 78, conseguiría un periodo de tranquilidad y estabilidad. Pero lo que ha logrado es hacer más beligerante e irrespetuoso al independentismo catalán. Ahora están envalentonados, España está en sus manos, todo depende de ellos y no cabe duda de que, fortalecidos, pondrán cada día que pase más caro su apoyo.

Sánchez no puede retroceder: es el camino que ha diseñado y por el que lleva andado un largo tramo. Volver atrás, al principio, le costaría más que seguir adelante. En él no está la solución. Solo podemos esperar que los socialistas de bien salgan del ensimismamiento cenagoso en el que les ha introducido y digan, como Camus, «¡Hasta aquí hemos llegado!». Al fin y al cabo, saben que este tiempo será un baldón en la historia del Partido Socialista y saben también que la consecuencia inevitable de todo ello es que el PSOE pierda todo el poder institucional, municipal y autonómico. ¿Merece la pena perder dignidad y poder, merece la pena ensuciar el pasado para salir más manchados de esa aventura exclusivamente impulsada por una mezcla de ambición desordenada, vanidad e ignorancia, que ya nadie puede esconder suficientemente?