IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El consumo de drogas como hábito social normalizado esconde un cierto grado de complicidad moral con el narcotráfico

Hay en la tragedia de Barbate dos aspectos de fondo que apenas salen en el debate público pese a su importancia, quizá porque se trata de cuestiones bastante antipáticas para la mentalidad social contemporánea. El primero es la necesidad de normalizar que unos agentes del orden en clara desproporción de medios puedan usar sus armas. Por supuesto, nunca como primera opción y sólo en determinadas circunstancias, de acuerdo a los correspondientes protocolos de proporcionalidad de la amenaza. Se dirá que esos protocolos ya rigen –de hecho, en los vídeos del abordaje fatal parece sonar algún disparo contra la narcolancha– pero los guardias están al corriente de que el recurso cuenta con escasa tolerancia tanto entre sus mandos políticos como en la opinión mayoritaria. Los traficantes deben saber, sin embargo, que si no se respeta la autoridad por las buenas sus representantes tienen la obligación de imponerla mediante la fuerza, y que ésta incluye el empleo de soluciones extremas por desagradables que sean.

El segundo asunto tiene que ver con una clase de responsabilidades más remotas que las del Gobierno pero no menos trascendentales. Y es que el narcotráfico está en auge porque el consumo de droga se ha convertido en un hábito relativamente respetable. Las personas que fuman hachís o esnifan coca no pueden desvincularse de la sórdida y peligrosa trastienda que hay detrás de sus ‘inocentes’ conductas individuales. Asesinato, asociación mafiosa, extorsión, chantaje. Corrupción y violencia, delitos que nadie aceptaría con naturalidad en ningún otro orden de la vida. El comercio de estupefacientes mata gente, infiltra instituciones, soborna jueces y policías, aterroriza poblaciones, destruye familias. Y eso sucede entre nosotros, en el Estrecho, en la Costa del Sol, en Galicia, no sólo en el sugestivo y a menudo idealizado universo de las series y las películas.

Está, sí, la posibilidad de legalizar el negocio, someterlo como el del tabaco (que sigue siendo objeto de contrabando) a la ley transparente del mercado. Las experiencias conocidas no permiten conclusiones categóricas sobre sus resultados pero de cualquier modo, mientras no haya consenso político y social suficiente para dar ese paso, cada porro y cada raya proceden de un turbio trajín subterráneo que con frecuencia mancha de sangre, y siempre de venalidad, los alijos y los fardos. No es ningún ejercicio de puritanismo preguntarse si existe suficiente esfuerzo colectivo para que los consumidores rutinarios sean conscientes de que en la libertad de sus actos hay una cierta complicidad moral en mayor o menor grado con una cadena delictiva que va del matute al blanqueo de capitales o el asesinato. De que la venta de narcóticos se considera un atentado a la salud pública por algo. De que el entramado criminal de la droga constituye un desafío de gran escala contra el Estado.