JOSEP MARTÍ BLANCH-EL CONFIDENCIAL

  • Para entender por qué motivo un político jalea los episodios de violencia callejera, basta entender que la considera una inversión de la que aspira sacar provecho político
Para entender por qué motivo un responsable institucional jalea, anima y aplaude los episodios de violencia callejera, basta entender que la considera una inversión de la que aspira sacar provecho político. No hay más preguntas, señoría.

Puede armarse, para disimularlo, un discurso trufado de las mejores intenciones y el pastel puede coronarse con las cerezas más apetitosas. Pero lo principal, lo que verdaderamente empuja a nuestros políticos a situarse más cerca del vándalo que del ciudadano, y por extensión del policía en el que delegamos el trabajo sucio, es la tajada que espera sacar de ello. La invocación a la violencia policial tiene valor de uso para ese beneficio que se anhela. Nada pintan en esa feria los derechos fundamentales. Así de triste, así de cierto.

Cuando Quim Torra, en plenos disturbios derivados de la sentencia del Tribunal Supremo contra los líderes independentistas, se puso del lado de los manifestantes que dejaron plaza Urquinaona como si se tratase de un escenario de guerra, buscaba sacar tajada política.

Cuando en los años de duros recortes presupuestarios de principio de la década pasada toda la izquierda catalana —desde la extrema hasta la moderada— mostraba comprensión con los violentos que durante algunos días convirtieron la capital catalana en la ciudad quemada, buscaban sacar provecho político.

En los primeros dos mil, cuando los movimientos antiglobalización decidieron que Barcelona era un buen lugar para venir a jugar al gato y al ratón con la policía y Barcelona empezó a recibir periódicamente centenares de visitantes tan ilustres, fue porque ya se habían dado los primeros pasos en la legitimización institucional de la violencia. Siempre, eso sí, con una buena causa mediante.

El nacimiento de esta praxis data de 1996, con la primera batalla campal contra el movimiento okupa a cuenta del desalojo del Cine Princesa en Vía Layetana. También en ese ya lejano día, quien legitimó la violencia desde la tribuna parlamentaria buscaba beneficio político y ni por asomo atajar seriamente el problema de la vivienda. En ese caso concreto, el objetivo era deslegitimar al primer Gobierno de Aznar y su pacto con los nacionalistas catalanes de entonces.

Han pasado 25 años desde que episodios graves de vandalismo encontrasen comprensión en los discursos del Parlament u otras tribunas institucionales. Desde entonces, como era previsible, la situación no ha hecho otra cosa que empeorar.

En el caso concreto de Cataluña, hay múltiples formaciones políticas que avalan estos comportamientos o que, en el mejor de los casos, se muestran pusilánimes y guardan un escrupuloso silencio que las delata. Las proclamas de comprensión hacia el vándalo no se escuchan tan solo desde las bancadas de la oposición, se realizan desde hace tiempo desde el propio Gobierno.

El episodio de Quim Torra intentando cesar a su consejero de Interior, Miquel Buch, porque los Mossos d’Esquadra hicieran su trabajo cuando los sucesos de plaza Urquinaona es el más vistoso. Pero hay más. Fíjense que en estos momentos que se está negociando el futuro Gobierno, ERC ha invitado formalmente a la CUP a formar parte de ese Ejecutivo. Lo ha hecho el mismo día que esta formación política se ponía de parte de los vándalos, exigiendo la dimisión del consejero de Interior y la desaparición para siempre de las unidades antidisturbios de la policía.

Vista desde Cataluña, sorprende menos la actitud de Pablo Iglesias haciendo el mismo papel desde su posición de vicepresidente del Gobierno, o de otros voceros de Podemos desde otras responsabilidades. Tenemos los pies más acostumbrados a este tipo de baile.

La okupación, la globalización, los recortes, el proceso o la libertad de expresión de Pablo Hasél estos días no son ni por asomo aquello de lo que en realidad va el asunto. Básicamente, porque la mayoría de los manifestantes son pacíficos y hacen uso del derecho de manifestación como les apetece, sin por ello coartar la libertad de los demás, dañar el patrimonio público o poner en peligro la integridad de los agentes de la autoridad.

Cuando lo que se hace es defender un discurso que da legitimidad a la violencia y a los disturbios con la excusa de un asunto que merece ser discutido —y los pasos atrás de la libertad de expresión en España es uno de ellos—, de lo que hablamos en realidad es de tensionar al máximo las costuras de la calle, inflamar y tensionar el espacio público y llevarlo al extremo para ganar la agenda política y beneficiarse políticamente de ello.

El cambio de rasante, y es fundamental, está en la legitimación por parte de nuestros gobernantes de comportamientos tan deplorables

Nada tienen que ver las libertades, la justicia y tantos otros valores que se invocan como quien pasa el rosario. Es simple y llanamente estrategia de partido y cálculo electoral. Así de mezquino siempre. La libertad de expresión importa un comino. Lo prioritario es que tu público se mantenga motivado y que ni siquiera se plantee salir del cercado en el que quieres hacerlo pacer.

No seremos tan mezquinos de querer convertir lo de estos días en un episodio de excepcionalidad extrema. Violencia urbana la ha habido y la habrá siempre. Aquí, allá y en Marte. El cambio de rasante, y es fundamental, está en la legitimación por parte de nuestros gobernantes de comportamientos tan deplorables.

Después, como ha sucedido en Vic, te asaltan una comisaría y te preguntas los motivos. La respuesta también es sencilla: los has invitado tú.