ABC-JON JUARISTI

O de por qué Sánchez la tiene tomada con el difunto Franco

Apropósito del régimen franquista, Julián Marías estableció una distinción muy pertinente entre legalidad y legitimidad. El régimen surgió de una rebelión armada contra un gobierno, el del Frente Popular, que, sin duda, seguía siendo legal el 17 de julio de 1936, pero que había ido perdiendo legitimidad, de forma acelerada, desde su formación en febrero de ese año. Hay que recordar que en octubre de 1934, cuando las izquierdas y el gobierno de la Generalitat catalana se alzaron en armas contra el de la II República, no había en España un partido fascista de masas. La CEDA no lo era, ni los radicales de Lerroux. Tampoco lo había en febrero de 1936 (Falange Española no pasaba de ser un pequeño partido extraparlamentario), pero el gobierno frentepopulista se empeñó en tratar a las derechas derrotadas, las que habían gobernado durante el bienio anterior, como si fueran fascistas. Es cierto que las simpatías de las derechas (especialmente de los jóvenes) hacia los fascismos reinantes en Italia y Alemania fueron en aumento (a causa, en gran medida, del sectarismo del gobierno del Frente Popular), pero algo menos que el creciente entusiasmo bolchevique de los partidos de la izquierda. Todos se precipitaron hacia los extremos, pero fueron policías socialistas los que asesinaron al jefe de la oposición, aterrando a medio país y facilitando el golpe de Estado de la facción conspiradora del Ejército.

El triunfo de los sublevados privó de legalidad a la República derrotada, a la que, para entonces, tampoco asistía legitimidad alguna (su propio presidente terminó por desvincularse de ella). Los gobiernos europeos, fascistas y no fascistas, se apresuraron a reconocer al gobierno de los vencedores, un gobierno dictatorial que nunca consiguió legitimarse, pero que creó una legalidad y se atuvo a ella hasta la muerte del dictador. Era, por supuesto, una legalidad de origen dictatorial, no democrática. Sin embargo, no fue masivamente desafiada. Es cierto que la posibilidad de una represión violenta desanimó a muchos que hubieran querido combatir y resistir hasta dar por el pueblo la última gota de sangre, pero las cifras de los que pasamos por comisarías, cárceles y jurisdicciones especiales no son abrumadoras. En el inventario que ofrece para la región más díscola Pedro Ibarra Güell en su «Memoria del antifranquismo en el País Vasco. Por qué lo hicimos, 1966-1976» (Pamplona, 2016), se registran 3.712 nombres. Estirando un poco la lista se podría llegar a cuatro mil, aunque el propio autor admite que los que haya podido dejar fuera serían muy pocos. Dividiéndolos entre los diez años estudiados nos daría cerca de cuatrocientos por año, menos de los que matan en Masaya los asesinos sandinistas en semana y media.

La inmensa mayoría de los cuatro mil vascos antifranquistas de Pedro Ibarra salimos vivos del trance, aunque no fuera esa nuestra intención. Por cierto, Pedro Ibarra fue mi abogado ante el Tribunal de Orden Público, además de colega mío en la Universidad del País Vasco durante muchos años, y conste que no nos llevábamos mal. A pesar de ello aparezco en su lista como Juana Juaristi Linacero, lo que, dado que no he cambiado de sexo desde que nací con el mío puesto, me parece una forma un poco desleal y maricuela de damnatio memoriae. Estoy dispuesto a pasarle por alto la deslealtad de la forma, pero no a más, no vaya yo a caerle simpático, a mi edad, a los chicos del gobierno de Pedro Sánchez. Creo, en fin, que este la ha emprendido con el franquismo para alejar la atención de su propio caso, porque legal lo es. Ahora bien, legítimo legítimo, como cuando se dice angula legítima del norte, pues tampoco, oiga.