Miquel Escudero-El Imparcial
Estamos familiarizados con el término ‘narcisismo’, siempre presente en el lenguaje cotidiano, pero cabe decir que no es necesariamente la expresión de una patología. Se suele definir como la excesiva complacencia al apreciar las propias facultades o realizaciones, un afán desmesurado por ser ensalzado y loado. Esta tendencia se manifiesta en contextos muy distintos y, por supuesto, tiene diferentes grados e intensidades. Puede llegar a constituir un rasgo de personalidad y desbocarse en un modo de relación desagradable, prepotente y tóxico. De un modo individualizado, se puede tratar en psicoterapia; mediante pautas de control y compasión, cuidado y sentido de la alegría, responsabilidad.
La instalación en un patrón de irracional grandiosidad, con la urgencia por una adulación continua, acaba suponiendo un trastorno antisocial severo; tanto más peligroso cuanto más poder disponga y más alta sea la fantasía de éxito y de dominio; es especialmente maligno si se basa en el deseo de causar dolor y vengarse, claro está.
El profesor de Psicología de la Universidad de Georgia W. Keith Campbell ha escrito el libro Narcisismo. Una nueva mirada (Kairós), donde distingue varios tipos de narcisismo (grandilocuente, vulnerable y una combinación de los dos). Estos comportamientos impersonales se exacerban con la adicción a las redes sociales. Hay, asimismo, un narcisismo comunitario, expresión de un sentimiento de superioridad, a menudo impostado, sobre el resto de personas pertenecientes a otros grupos.
En este contexto narcisista de ‘merecer lo mejor’, se podría analizar el fenómeno de los evangélicos blancos estadounidenses, un nacional cristianismo que identifica de forma artera al Ser divino con su modo ideológico de sentir los Estados Unidos. Trump apareció en la política presidencial cuando los evangélicos se sentían más asediados y perseguidos. Tres meses después de ganar las elecciones, el 75 por ciento de los evangelicos blancos aprobaba su modo de hacer, el doble del promedio nacional. Tanto daba que fuera soez, grosero, hostil, chulo, bravucón, prepotente y sin escrúpulos, se convirtió en lo que se ha denominado adalid de la derecha religiosa y estaba llamado a volver a hacer de nuevo grande a América: Make Great America Again. Surgió como héroe en el momento oportuno, un ‘ser excepcional’ para revertir la decadencia moral del país.
Kristin Kobes du Mez ha escrito un largo ensayo Jesús y John Wayne (Capitán Swing), donde desarrolla el paradigma de la identidad política y cultural que prevalece en los evangélicos norteamericanos y que han expandido, dice, a países como Belice, Jamaica, Uganda o la India. Movilizados en defensa de los valores familiares, con una masculinidad combativa (y no ‘deficiente’) y una mística de vaquero, en el ejercicio de guerreros ‘culturales’. Creen que los cristianos están acosados y más discriminados que los musulmanes, a quienes detestan intensamente. “A nosotros, personas de fe, también nos envían a la parte trasera del autobús”.
Como antaño, reclaman el derecho a escuelas sólo para blancos, aunque sea pagando; hay que hacer todo lo necesario para servir a Dios y al país. Están instalados en la voluntad de la segregación y en la creencia de la desigualdad racial. Prevalece una opinión negativa de la inmigración. Y su objetivo es convertir a “los devotos de nuestras tierras en héroes”. Aborrecen lo que denominan retratos afeminados de Cristo, ‘una dama barbuda’. De este modo, les repelen los rasgos femeninos, como la ternura, la compasión, la dulzura, la amabilidad, la renuncia al poder y el compromiso con la concordia. Y llegan a decir cosas como éstas: “Liderar a una familia a través del caos de la cultura estadounidense es como liderar una pequeña patrulla a través de un territorio ocupado por el enemigo. Y las bajas en esta guerra son tan reales como los nombres grabados en el monumento conmemorativo a los soldados caídos en Vietnam”; “Para los fieles las guerras no se acaban nunca”. Una retórica bélica potenciada con exitosos libros de ayuda. Sí, es tremenda y brutal la tensión que genera este sistema de ideas y creencias puritanas, contradictorias, intolerantes, cerradas. El campo está trillado socialmente para confundir ficción y realidad.
El teniente coronel Oliver North; acusado de mentir al Congreso y destruir documentos relacionados con el Irangate, abandonó en 1978 el catolicismo y abrazó el protestantismo carismático. En 1991, de pie ante una bandera de 12 por 18 metros (un detalle que nos es familiar por estos pagos), North urgió a una multitud a que participaran de manera activa para contrarrestar una nueva Sodoma y Gomorra a orillas del Potomac. El miedo junto a la carencia de la conciencia de persona es una combinación explosiva y demoledora.