EDITORIAL-El Español

El mismo día en el que se aprobó la Constitución Española hace 45 años, la princesa Leonor ha jurado fidelidad al ordenamiento jurídico y lealtad a los españoles. Y se ha comprometido, con las Cortes Generales como testigos, a observar un comportamiento intachable (del que ya ha dado prueba, al igual que su padre) al frente de la jefatura del Estado.

Esto es lo que ha hecho la Princesa de Asturias al jurar la Constitución este martes, en la particular celebración del dieciocho cumpleaños que corresponde a una heredera al Trono. Los fastos de la ceremonia han estado a la altura de la trascendencia del evento. Aunque habría sido deseable que Francina Armengol se hubiera ceñido más a la neutralidad institucional exigible, en lugar de haber pronunciado un discurso perlado de referencias partidistas, más propio de una apertura de legislatura.

Ha sido un acierto, en cualquier caso, replicar paso por paso el ceremonial que siguió Felipe VI en 1986, hasta el punto de haber elegido el mismo ejemplar de la Constitución sobre el que pronunció el juramento su padre. Mediante esta simbología tan cuidada se escenifica que la continuidad de la nación española que encarna la Corona corre pareja a la de la institución familiar monárquica. Y es que «el juramento de la Constitución es la solemne expresión del compromiso de quien encarna la continuidad de nuestra monarquía parlamentaria con nuestros principios y valores constitucionales», tal y como ha explicado el Rey en su discurso posterior en el Palacio Real.

Allí ha pronunciado Leonor las palabras más emblemáticas de este día solemne: «Pido a los españoles que confíen en mí, como yo tengo puesta toda mi confianza en el futuro de España». Esta es la razón de ser de la monarquía bajo el régimen democrático: ofrecer un horizonte de permanencia que trascienda a los transitorios avatares de la política diaria.

Y este referente de estabilidad es el mayor y más oportuno servicio que puede prestar la Corona a la sociedad española actual, azotada por las turbulencias políticas y arrojada a un futuro próximo incierto.

Cabe recordar que la jura de Leonor ha tenido lugar sólo un día después de la reunión del PSOE con Carles Puigdemont en el Parlamento Europeo, habiendo agendado esta estratégicamente para que la monopolización de la conversación pública por la jura opacara esta foto ignominiosa. Y que el encuentro sirvió para abrochar la negociación de una investidura que se cobrará como peaje la transgresión de los principios fundamentales de nuestro sistema político.

Es decir, justamente aquellos que ha ensalzado Felipe VI este martes: «la observancia de la ley, el respeto a la independencia y la separación de poderes y la vigencia del Estado de derecho».

Por eso, resulta irónico que los socios de Pedro Sánchez que se han ausentado de la sesión plenaria extraordinaria (54 de los 57 diputados con los que cuenta para su investidura) lo hayan hecho pretextando el argumento de que el principio hereditario sobre el que se asienta la monarquía es incompatible con la igualdad ante la ley. Dicho esto por ERC, EH Bildu y BNG, partidos cuyo ideario abomina de la equidad territorial al exigir para sus territorios privilegios legales. El primero de ellos, directamente, se va a beneficiar de una amnistía que dejará impunes los delitos de ciudadanos concretos por motivaciones espurias.

Más allá del sectarismo, al alegar que la monarquía «no tiene legitimidad» los nacionalistas evidencian que no comprenden lo que precisamente tenía lugar este martes en el Congreso. La Constitución que ha jurado la Princesa es la fuente de la que emana la legitimidad de la monarquía parlamentaria moderna. Y esto es tanto como acatar la sumisión de la Corona a la soberanía nacional.

Es lo que ha recordado el Rey, parafraseando a Gregorio Peces-Barba: «Estáis simbolizando vuestro sometimiento al Derecho, vuestra aceptación del sistema parlamentario representativo», que «supone el reconocimiento de las Cortes Generales como la institución que, con plena legitimidad, representa al pueblo español, en quien reside la soberanía nacional».

Poco importa a los socios de Sánchez esta responsabilidad contraída de servir a los ciudadanos «con humildad». Porque de lo que se trata es, como delata el título de su comunicado conjunto, de no aceptar «Ni monarquía, ni constitución». Es decir, que no la critican por antidemocrática, sino en tanto que clave de bóveda del orden constitucional que aspiran a desmantelar, del que saben que la Corona es la última frontera.

Por eso nunca está de más recordar que una monarquía parlamentaria es mucho más democrática y moderna, y encarna mejor los valores auténticamente republicanos, que cualquiera de los modelos de república inspirados en fueros medievales que los secesionistas quieren implantar.

Resulta inquietante que estas tesis estén representadas en el seno del Gobierno de España. Es el caso de Alberto GarzónIrene Montero y Ione Belarra, quien ha hecho su particular juramento de «trabajar para que Leonor no llegue a ser reina». Unas declaraciones incongruentes con «la lealtad, el respeto y el afecto del Gobierno» que Sánchez ha trasladado a la Princesa.

Por suerte, la puesta de largo de Leonor refuerza a la España constitucional frente a la ofensiva de los aliados de Moncloa. Esto ha quedado patente en la ovación de casi cuatro minutos de unas Cortes en pie que ha seguido a la jura, la más larga que se recuerda en el Parlamento.

Los salvas, vivas, vítores y aplausos de un hemiciclo arrebatado y de la multitud en los aledaños del Congreso es una viva prueba de que la Corona es el último órgano del Estado de consenso y prácticamente el único que conserva su reputación íntegra. Y, por tanto, el último al que los españoles pueden aferrarse en un contexto de degradación institucional y envilecimiento de la vida política.