Marcos Peña Molina-EL ESPAÑOL
  • Lo que se ha aprobado en el Congreso de los Diputados es una nueva regla constitutiva del juego político cuya naturaleza es anticonstitucional.

La concepción habitual de lo que supone un Estado constitucional de Derecho normalmente queda limitada a la afirmación de la existencia de este por el mero hecho de que se posea una Constitución. Es decir, de que el Estado se dote de un texto codificado al que se le atribuya tal nombre.

Desde ese punto de vista, se ignora que la aparición histórica del Estado constitucional no sólo fue un paso más frente al Estado legal o Estado Legislativo, si utilizamos una categoría schmittiana, sino que nació precisamente para enfrentarse a esa concepción de la ordenación del Estado en base a un solo poder estatal.

Las revoluciones mal llamadas liberales (al menos en lo que toca a la Revolución francesa) trajeron el Estado constitucional en Europa. En la última fase de la Revolución (a partir del 6 de octubre de 1789), cuando el poder pasó a manos de los dirigentes del populacho urbano (la izquierda radical), y aunque estos seguían aceptando a Luis XVI, sus dirigentes le cortaron la cabeza.

Después de esa fecha, los jacobinos se adueñaron de París y Rousseau se convirtió en su dios. La ley dejó de estar en manos de Luis XVI y pasó a la Asamblea nacional. La representación política de la nación, constituida por el Tercer Estado, según Sieyés, era quien poseía ahora el Poder Legislativo.

Un poder al que pronto los revolucionarios jacobinos le vieron su grandeza y su potencia. Será el jacobino Robespierre quien, en su discurso del 10 de mayo de 1793 ante la Convención (Totalitaria) que había sustituido a la Asamblea Legislativa, asumiendo todos los poderes del Estado francés, ya inmerso completamente en la doctrina rousseauniana, manifestó que «por lo que se refiere al equilibrio de poderes, hemos podido ser víctimas de su prestigio, pero ahora, ¿qué nos importan las combinaciones que contrarrestan la autoridad de los tiranos?«.

La ley, en tanto que emanación de la soberanía, lo puede todo. Tanto que se dirá, como en el Parlamento inglés, que podrá hacer todo menos convertir un hombre en una mujer.

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La conclusión es que la voluntad general encarnada en la ley debe ser incuestionable. El juez que lo haga, ya sea por cuestiones de constitucionalidad o duda interpretativa, estará bajo el yugo de la pena de prevaricación.

Así lo expresó el abogado jacobino Adrian Duport en su informe de 29 de marzo de 1790 ante la Asamblea constituyente francesa, ignorando las advertencias del jurista Bergasse sobre que el único poder que podía y debía cuestionar la constitucionalidad de las leyes era el de los jueces, para lo cual debían ser completamente independientes.

«El poder absoluto lo posee la nación y la nación es quien hace la ley. Sin embargo, son sus representantes quienes la dictan»

En esta dialéctica ganará Duport, y ni siquiera saldrá la propuesta de Sieyés para crear una «jurisdicción constitucional» (jury constitutionnaire), adelantándose, de esta manera, un siglo y medio a quien todos creen el inventor de la rueda del control constitucional, el austriaco Hans Kelsen.

Excluidos los jueces e inexistente el control de constitucionalidad, la ley se sobrepuso a la garantía democrática de la división de poderes en el Estado, y lo que de constitucional poseía la Revolución lo perdió ante el paso tiránico de la ley. La principal misión de los jacobinos. El poder absoluto lo posee la nación y la nación es quien hace la ley.

Sin embargo, son sus representantes quienes la dictan (Mirabeau). Su potencia no la contrarrestará nada.

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Será Leon Duagüit quien, algún siglo que otro después, en un pequeño y delicioso libro, demostrará ante todos que la Revolución francesa no trajo la separación de poderes en 1791, ni en ninguna otra Constitución. De hecho, la principal misión de los jacobinos sería esa, eliminar cualquier atisbo de Montesquieu de la Revolución.

Desde entonces, la izquierda (si el maestro Gustavo Bueno me permite definirla unitariamente, al menos con fines operatorios) no ha sabido convivir con el Estado constitucional de Derecho.

Es decir, con un Estado donde prime la separación, la división y el equilibrio de poderes.

Desde el jacobinismo, pasando por el comunismo y terminando por la socialdemocracia, a los que Lenin llamará «los liquidadores», se tendrá la consideración de que la ley aprobada por el Parlamento debe ser incuestionable y que, pasada por las manos de quienes dicen representar la soberanía popular, nada debe pararla, limitarla o atemperarla, pues no se estaría entonces ante una cuestión jurídica, sino que se afectaría a la propia esencia de la democracia.

Como puede observarse, el relato se vende sin necesidad de grandes ofertas.

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La nueva ley de amnistía tiene mucho de lo citado en estos renglones. No es para menos. Somos hijos de nuestra estimada Revolución francesa. La ley lo puede todo. La Diosa Razón. Así debe ser. O al menos eso dicen.

Yerran quienes advierten que la ley de amnistía es inconstitucional. Sólo es inconstitucional aquello que va contra los preceptos de la Constitución.

En esto es muy normal que se asuma una posición errada. En el ámbito legal, rige el principio según el cual lo que no está prohibido está permitido. En el ámbito constitucional rige lo absolutamente contrario.

«La inventiva continua de reglas constitucionales haría inservible un texto cerrado y codificado al que llamar Constitución»

Las Constituciones no están dictadas para los ciudadanos, sino por los ciudadanos para el poder. Este es el fin de una Constitución.

Por encima de la nación no hay nada (la Constitución es un acto político que reconoce la existencia del sujeto constituyente). Por otro lado, la Constitución formaliza las reglas que van a regular la acción de los poderes constituidos.

Esas reglas constituyen el juego político. Lo que no está no se presume ni puede presumirse. Simplemente, no está.

La historia constitucional nos ha dejado las figuras de la mutación constitucional, la reforma y la enmienda precisamente para eso. Para introducir reglas al poder que el juego político reclama.

Pero la jugada política no puede imponerlas, puesto que ella misma es consecuencia de las reglas del juego. Lo puesto es lo que rige. Fuera de sus reglas no sólo no hay nada, es que no puede haber nada.

En caso contrario, la inventiva continua de reglas constitucionales haría inservible un texto cerrado y codificado al que llamar Constitución.

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El ejemplo de lo dicho lo tenemos en los países hispanoamericanos. Por ello, la no contemplación de la prohibición de la amnistía en la CE hace que esta sea anticonstitucional. El constituyente español expresamente determinó que dicha figura no podía operar como regla constitutiva del juego político.

Por tanto, su introducción como regla de dicho juego no sólo la sobrepone al texto constitucional sino, también, a la voluntad del constituyente, al erigirse directamente en contra de lo que se quiso que operara.

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Es una evidencia que la amnistía va contra la separación de poderes y el principio de igualdad.

De hecho, es un rasgo esencial de la amnistía. Porque lo que hace esta es parar la acción política de los poderes del Estado. Advertida una injusticia que afecta a la existencia de lo político, la representación del poder constituyente constituido determina que, de acuerdo con las reglas actuales, lo que de antijurídico poseían las conductas sancionadas debe quedar ahora configurado como válido o validado.

Es decir, admitido por el ordenamiento jurídico vigente.

Eso sólo lo puede hacer un poder, el Legislativo, que es quien, en teoría, representa a la nación. El Poder Ejecutivo representa al Estado y el judicial no es un poder representativo, sino reactivo sujeto al Poder Ejecutivo.

Por tanto, lo que se ha aprobado en el Congreso de los Diputados es una nueva regla constitutiva del juego político cuya naturaleza es anticonstitucional. Una vez pasado el tamiz del Tribunal Constitucional (que lo hará) formará parte de las reglas del juego político con plena eficacia, pudiéndose, desde entonces, utilizar por cualquier actor que en esos momentos esté con el poder.

Dejando lo evidente sin tratar, como cuáles son las razones y los porqués de haberse dictado tal norma anticonstitucional (a los ojos de muchos, pero en beneficio de unos pocos aliados), se dirá que la izquierda, situada fuera del Estado constitucional y agarrada de forma desesperada al Estado legal, vive acogida, sin personalidad, en el orfelinato del Estado de partidos, al que coloniza con ansiedad para regentarlo sin decoro (corrupción), en nombre de una democracia social que ignora no sólo la democracia formal o política, sino el propio Estado constitucional de Derecho.

La izquierda no puede ser solución de nada porque toda ella es un problema. Así ha sido siempre.

*** Marcos Peña Molina es doctor en Derecho y abogado.