ALBERTO LÓPEZ BASAGUREN-EL CORREO

  • Si cuarenta años después de la aprobación de la norma se rompen los consensos, ¿cómo afectará a la consolidación y desarrollo de la lengua vasca?

Se cumplen cuarenta años de la aprobación de la Ley del Euskera. Una ocasión excepcional para hacer justicia a sus aciertos y reflexionar sobre la política lingüística seguida hasta aquí y la que se pretende hacia el futuro.

La presentación del proyecto de ley por el Gobierno de Carlos Garaikoetxea no llegó con buenos presagios. El PNV, aprovechando una mayoría absoluta de hecho, no contaba con nadie para el diseño fundacional del autogobierno establecido en el Estatuto. La asunción de la gestión del proyecto por el consejero Etxenike cambió radicalmente el rumbo. Alcanzó un pacto de base con Euskadiko Ezkerra, de la mano de José Luis Lizundia, y con inteligencia y flexibilidad lograron el respaldo del PSE primero y de UCD finalmente. Quedaron fuera Alianza Popular y Herri Batasuna, ausente de la Cámara.

La ley, además -no me cansaré de repetirlo-, acertó plenamente al establecer los fundamentos de la política lingüística: libertad de elección de lengua por las personas; obligación de los poderes públicos de garantizar efectivamente ese ejercicio; adecuación a la realidad sociolingüística de las distintas zonas del país; opción por un modelo de integración, paulatino y flexible al establecer el necesario aprendizaje de las dos lenguas en la enseñanza obligatoria, respetando la libertad de opción lingüística (modelos lingüísticos).

Ambos elementos -consenso y acierto en los pilares del modelo- establecieron un clima de paz lingüística, a pesar de la especialmente compleja situación: una lengua vasca muy minoritaria socialmente, con una implantación territorial muy desigual, con problemas de transmisión generacional, muy distante del castellano, en un contexto de fuerte contestación política por el nacionalismo radical, partidario de un modelo de marginalización del castellano. En ese clima, el éxito fue posible: nunca antes la lengua vasca se había beneficiado de una protección institucional y un respaldo social similar. Uno y otro han sido condición indispensable de su florecimiento en este periodo, incomparable históricamente y difícilmente imaginable muy pocos años antes de su aprobación. Quienes, a mediados de los años 70, «conquistamos» el euskera -en expresión de Anjel Lertxundi- lo sabemos muy bien.

Sin embargo, durante los decenios de vigencia de la ley, esos pilares han ido siendo erosionados progresivamente en su desarrollo normativo y, muy especialmente, en su aplicación práctica. Dos ámbitos trascendentales están especialmente afectados: enseñanza y administraciones públicas. En la enseñanza, la combinación entre la extensión de una creencia, impulsada desde los poderes públicos, que se ha demostrado falsa -que cualquiera que sea la lengua familiar y social y cualquiera que sea el nivel socieconómico y cultural, es posible la enseñanza en euskera, garantizando, de forma generalizada, su adecuado conocimiento sin detrimento del aprendizaje general- y una política de marginalización del castellano como lengua de enseñanza han desnaturalizado el sistema de modelos y la libertad de opción lingüística.

En las administraciones públicas, el diseño normativo -porcentajes de los perfiles lingüísticos exigibles, configuración de los datos de base para su determinación, rígido diseño de los exámenes- y la práctica, especialmente en muchas administraciones locales -establecimiento de porcentajes superiores al que corresponde-, están excluyendo del acceso al empleo en ellas, que representa casi el 20% del empleo total, a una parte muy importante de la población.

En estos momentos está en elaboración la reforma de la normativa en enseñanza y administraciones públicas; una reforma que va a marcar los derroteros de la política lingüística en el futuro. En ella se está tratando de dar una definitiva vuelta de tuerca al proceso de demolición de los fundamentos que se establecieron en la Ley del Euskera. Una huida hacia adelante que lleva en la dirección de la radical política lingüística que propugnaban quienes se autoexcluyeron del pacto en 1982. Su objetivo es la marginalización del castellano en la escuela y la exclusión en el sector público de quienes no conocen el euskera o no pueden acreditar el correspondiente perfil lingüístico. Y su hipotético precio, la creciente desafección social.

Se trata de una reforma voluntarista, que chirría con la realidad social. Quienes la impulsan parecen creer que no hay riesgos. Pero ¿podrá la sociedad vasca eludir los conflictos que no han sido capaces de eludir comunidades con una realidad lingüística menos compleja que la vasca cuando se han adentrado por el mismo camino? Si se rompen esos consensos, políticos y sociales, ¿cuál será el efecto en la consolidación y desarrollo del euskera?