La democracia española es fecunda en inventos, casi todos diabólicos, pero imaginativos y con vocación de acabar en el repertorio de los clásicos más inmortales.
Ello quizás se deba a que nuestra democracia es adúltera porque se ha ido de picos pardos con los partidos políticos y estos, en noches de besos zaínos, la han dejado embarazada de las peores prácticas y de los más insidiosos tópicos.
Y es ahí, en esa coyunda llena de sobresaltos como ocurre en todos los adulterios, donde está abriéndose a nuevas fronteras.
La primera deriva de la debilidad del Gobierno al que se acusa de estar incapacitado para aprobar leyes. ¿Es esta una maldición? ¿Debemos lamentarlo? ¿Nos obliga a pensar en el suicidio? En absoluto, antes parece una bendición el hecho de que las truculentas ocurrencias gubernamentales queden como simple bulo, en el fango de su propia condición tenebrosa, y no lleguen a conocer las páginas del BOE, tan llenas como están ellas de amenazas y sobresaltos.
Nada hay que tranquilice más a la opinión pública que un Poder Ejecutivo que ni es Poder ni ejecuta nada, paralizado en alardes de impotencia, incapaz de producir daños, hablando en voz baja, sin molestar … Nostálgico de tiempos pasados pero yerto como un anhelo muerto, entretenido en triquiñuelas inofensivas.
Antes de que se desencadenen los estropicios
La segunda se ha producido esta semana y ha consistido en una agudeza adorable: el partido político que forma parte del progresista gobierno de coalición ha votado en contra de un proyecto de ley en las Cortes.
Es decir, que lo que había dado por bueno cuando estaba sentado a la mesa del Consejo de ministros lo cancela – antes de que se desencadenen los estropicios- cuando se halla sentado en los escaños legiferantes (o legiferosos, como se diga).
De nuevo han saltado las críticas y un represado cachondeo, burlón y zaheridor, vejatorio incluso, en algunas voces irrespetuosas.
E injustas porque estamos ante otro favor de la Fortuna. Que por lo insólito merece el aplauso: unos ministros, ministras y ministres que, horrorizados por la espesa prosa a la que han dado su visto bueno, rectifican y se autoenmiendan la plana en la primera ocasión que se les presenta.
Sin pasar por el sacramento de la confesión han hecho un acto de contrición. Se han arrepentido, han sentido un remordimiento sano que es una señal bienaventurada, el pórtico de otras cuajadas acciones virtuosas.
¿Hay pérdida de prestigio, se resquebraja la entereza del programa electoral o de los compromisos gubernamentales? En absoluto, yo diría que es este partido benemérito un crisol de paradojas preñadas de buenos augurios.
La felicidad, pues, nos transfigura y nos llena de paisajes orondos.
¿Qué nos falta? Que el partido mayoritario de la progresista coalición de gobierno haga lo propio y vaya destruyendo con su voto en el Congreso los dislates que a diario teje en las salas doradas por el sol de la Moncloa.
Se habría trastocado toda la acción gubernamental. Es decir, habríamos vivido una revelación y el gozo de un Gobierno nihilista.