Ignacio Camacho-ABC
- Ayuso ha desestabilizado a la izquierda con una propuesta pragmática de pequeñas, concretas libertades cotidianas
En esta campaña de excesos como ha sido la de Madrid -exceso de polarización, de imposturas, de juego sucio, de ventajismo, de intemperancia-, a los adversarios de Díaz Ayuso les ha sacado de quicio el eslogan que contraponía la libertad al socialismo o al comunismo. Era otra hipérbole, claro, pero ha resultado eficaz porque tenía sentido, porque enarbolaba una bandera a la que la izquierda ha renunciado aunque le moleste admitirlo. El progresismo sedicente lleva tanto tiempo centrado en la igualdad que ha olvidado el derecho de la gente a decidir sobre sus propios actos y se pasa el rato ordenando cómo hay que comportarse y estableciendo, desde un autoatribuido principio de superioridad moral, lo que es bueno o malo.
Su conductivismo regulador se inmiscuye en los más recónditos aspectos del ámbito privado, irrumpe en las relaciones humanas, impone un neolenguaje arbitrario y hasta arrebata a las familias la facultad soberana de educar a sus vástagos. Ese afán invasivo ha terminado por hartar a muchos ciudadanos y provocarles una sensación de abuso autoritario que la presidenta madrileña ha sabido convertir, con intuición oportunista, en una palanca para proyectar su liderazgo. La pandemia ha hecho el resto, con sus largos meses de zozobra, miedo, mentiras de Estado, estragos económicos y restricciones forzosas de movimientos. Ha bastado la simple y acaso imprudente apertura de bares y comercios para ofrecer a la población una válvula de escape al descontento y pillar por sorpresa al Gobierno.
Este elemental, prosaico si se quiere, liberalismo de terrazas ha desarbolado al sanchismo y le ha desestabilizado la retaguardia. Una dirigente novata, a la que la arrogante opinión de izquierdas ha tachado de tonta cuando no de tarada, se ha apoderado de la iniciativa mediante una propuesta de llaneza pragmática. Ayuso ha cabalgado por la campaña a lomos de un lema-trampa que sus rivales sólo han podido contestar con una propuesta aún más desmesurada como la de la dialéctica entre fascismo y democracia. Les ha madrugado el marco electoral a los gurús del efectismo publicitario, con la diferencia de que el suyo podía respaldarlo en la realidad de una economía abierta a los negocios y al trabajo. Corría el riesgo de que se disparase el virus, pero no ha ocurrido: los datos de contagio no son distintos -a veces incluso menores- de los de otras regiones con la actividad bajo mínimos. Si gana, como parece probable, habrán perdido los doctrinarios del voto emocional, la agitación ideológica y el frentismo político. Y será el triunfo de la gestión funcional, positivista, utilitaria, con un punto castizo de audacia para demostrar que la libertad no es sólo una palabra abstracta sino un conjunto de pequeñas y concretas decisiones cotidianas cuyo sencillo ejercicio es capaz de crear pantallas de anticuerpos sociales inmunes a la propaganda.