Ignacio Camacho-ABC
- El PP parece haber comprendido al fin que Vox es un artefacto político creado para destruir la derecha liberal
La derecha que gusta a la izquierda es la que no le gana las elecciones. La que se cuece en su salsa de desdén por un imaginario «consenso progre» con el que estigmatizan los valores compartidos por la mayoría de los españoles. La que bajo el disfraz de la resistencia garantiza que Sánchez, Iglesias y el separatismo desmonten el edificio constitucional ladrillo a ladrillo. La que no ve más que traidores fuera de su círculo paranoico de estrechez y antiliberalismo. La que en su obcecado enroque numantino se atreve a acusar al partido de Ordóñez, Carpena o Jiménez Becerril de complicidad con Bildu.
Contra esa pretensión de legitimidad moral unívoca se rebeló ayer, por fin, Pablo Casado en un discurso torrencial de reivindicación de su liderazgo. Consciente de la encerrona a que la moción de Vox pretendía llevarlo, salió de ella a guantazos, el único modo que tenía de abrirse paso. Su inesperado instinto darwinista afloró de golpe, en un inolvidable momento parlamentario, para abandonar la «zona de confort» y zafarse de la trampa que le habían tendido sus presuntos aliados. Fue una tromba dialéctica contra el trincherismo sectario que trata de devolver a la nación al cainismo de hace ochenta años: un puñetazo en la mesa donde los tahúres de ambos bandos se estaban repartiendo los despojos del moderantismo por adelantado. Y tuvo impacto. Abascal proclamó su perplejidad y el guión divisionista de Redondo se vino abajo.
Quizá el PP haya comprendido de una vez que Vox es un artefacto creado no para apuntalar sino para destruir la derecha democrática, la que ha aglutinado mayorías sociales capaces de sacar de dos crisis a España. Casado apenas apeló al efecto de la fragmentación electoral y fue directo a los principios, a marcar con ímpetu prescriptivo las diferencias de argumentos y de estilo entre la tradición liberal-conservadora europea y la matraca antiglobalista del populismo. Sin complejos, como dicen los exaltados, sin miedo a que lo asocien con un Gobierno revanchista y autoritario, firme en la reclamación de su propio espacio, que es el del pacto de la Transición por la concordia de los ciudadanos. Un territorio en el que Vox siempre encontrará un sitio cuando abandone ese aire de justiciero solitario que explota la comprensible tensión de muchos compatriotas cabreados.
El arrebato de lucidez casadista, que rompe al fin su imagen de mediocridad dubitativa, entraña un riesgo: el de que una cierta derecha, atarugada por los anatemas contra la tibieza, no lo comprenda y se deje confundir por el aplauso farisaico de la izquierda, tan sorprendida como Abascal por el fogonazo de intuición política que ha roto su estrategia. Pero es un riesgo que debe correr quien aspire a gobernar un país con severos problemas de convivencia. Las victorias hay que merecerlas y un líder es el que sabe encontrar su senda, no el que sigue la ajena.