Isabel San Sebastián-ABC

  • La «ley Celaá» es un monumento al sectarismo disfrazado de proyecto educativo

La «ley Celaá», ese plan de adoctrinamiento que ha logrado unir en un mismo grito a una oposición por lo demás fragmentada y enfrentada en mezquinas rencillas, menciona una sola vez la bella palabra que reivindicaron juntos en el Congreso diputados del PP, Vox y Ciudadanos. Al menos, en el borrador que ha salido de dicha Cámara aprobado con un solo voto más de los necesarios para superar el trámite. El texto que me he tomado la molestia de leer, un monumento al sectarismo disfrazado de proyecto educativo, hace reiteradas referencias a «la paz», «la solidaridad», «la igualdad», «la democracia», «el desarrollo sostenible», «los derechos humanos», «la función social de los impuestos», «el respeto a la diversidad o a los

animales» y «la ciudadanía mundial», pero no alude ni una sola vez a la libertad como un elemento digno de ser incluido en ese prolijo listado de valores que el sistema debe fomentar en el alumno. Y es que el sistema no quiere hombres y mujeres libres. Su propósito es moldearlos con arreglo a los dogmas sagrados de la izquierda, aliada al independentismo. De ahí la supresión del español o castellano como lengua vehicular de la enseñanza, pasaporte seguro al fracaso escolar para millares de niños. La única mención a la libertad que aparece en el documento alumbrado por la ministra que estudió, al igual que sus hijas, en las monjas Irlandesas de Neguri (probablemente el colegio más elitista de Bilbao) se encuentra en una de las últimas páginas, donde se reseñan los deberes básicos de los alumnos. Junto a normas tales como asistir a clase o hacer buen uso de las instalaciones, se consigna la obligación de «respetar la libertad de conciencia de todos los miembros de la comunidad educativa». De educar en libertad, ejercer la libertad individual, o fomentar la libertad de pensamiento, opinión y expresión, ni mu.

Con un lenguaje deliberadamente ambiguo, obviamente destinado a superar el filtro del Tribunal Constitucional, este bodrio que lamina la cultura del esfuerzo, desprecia el mérito, castiga la excelencia, premia la vagancia y erradica la capacidad de elección de las familias, suplantadas por la Administración en todo lo que atañe a la formación de sus hijos, está impregnado de la ideología que profesan quienes ocupan actualmente La Moncloa y sus socios. O sea, es la antítesis de un proyecto educativo que una y perdure. Por ejemplo, al subrayar la importancia de que los chicos y chicas conozcan «hechos históricos y conflictos que han atentado gravemente contra los derechos humanos», se cita como ejemplo exclusivo «el holocausto judío». Las purgas de Stalin, a lo que se ve, no reúnen muertos suficientes para alcanzar esa categoría. De la Historia de España se destaca, cómo no, la «memoria democrática», desde una «perspectiva de género», «haciendo hincapié en la lucha de las mujeres por alcanzar su plena ciudadanía». Y así de principio a fin, en un atentado apenas encubierto contra la libertad de enseñanza y el derecho a la educación consagrados en nuestra Carta Magna.