Libertad de expresión, esa montaña rusa

LIBERTAD DIGITAL 25/11/16
VÍCTOR DE LA SERNA

· Lo menos alentador es que estamos más bien en peores circunstancias que justo después de la muerte de Franco.

Al principio fue la ley, y hoy son la política y las finanzas: los obstáculos para el ejercicio de la libertad de prensa en España han ido cambiando de naturaleza, pero han existido, existen y existirán. Y lo menos alentador es que estamos más bien en peores circunstancias que justo después de la muerte de Franco.

Hace 40 años salimos de la dictadura tras disfrutar de un anticipo, de un remedo de libertad que nos había regalado Manuel Fraga con su Ley de Prensa de 1966, en plena renovación desarrollista: al reconocer la libertad de expresión y suprimir la censura previa alentaba a los periodistas a ganar metros al Régimen en la carrera entre la información y la represión. Pero quien hizo la ley hizo la trampa, como siempre, y ésta tomaba la forma de un artículo 2 que anulaba preventivamente todas las provisiones liberalizadoras de la ley en cuanto a un juez o un capitoste se le ocurriese.

En efecto, el famoso artículo 2 decía esencialmente que esa libertad sólo estaba limitada por las leyes y añadía: «Son limitaciones: el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales; las exigencias de la defensa Nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del orden público interior y la paz exterior». Pues para ese viaje pocas alforjas se necesitaban…

La lucha por la libertad se centró primero en la batalla contra ese artículo 2 y luego en introducir un concepto mucho más amplio y liberal en el texto constitucional. El veterano periodista de la Editorial Católica Luis Apostua, diputado por UCD en las Cortes Constituyentes, pergeñó con primor ese artículo 20 que supone uno de los más completos reconocimientos legales de la libertad de expresión y opinión en todo el mundo.

Hubo algún escarceo jurídico posterior, sobre todo a principios de los años 80, con la campaña de Luis María Anson, entonces presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, por imponer la colegiación obligatoria de periodistas, bajo el eslogan de «Del chico de la prensa al doctor en Ciencias de la Información».

Defendía Anson la dignificación de la profesión a través de un colegio cerrado, como los de abogados, para licenciados en las escuelas de periodismo. El Instituto Internacional de Prensa y la revista de la patronal de Prensa, Aede, dirigida por Pedro Crespo de Lara, llevaron esta vez la batalla del libre acceso a la profesión, sobre la base de que las profesiones nacidas de un derecho fundamental de todos, como esa libertad de expresión del artículo 20, no podían quedar restringidas a unos pocos: ni el periodismo, ni la política. Y la acometida de Anson decayó.

Decía Crespo de Lara, que en 2016 se ha convertido en el único especialista en Derecho de la Comunicación en la Real Academia de Jurisprudencia, en un artículo de la época:

La revisión del concepto del periodista que nos inoculó el régimen político anterior nos lleva a establecer las consideraciones que siguen. Para escribir en los periódicos se requieren principalmente tres cosas: saber, hacerlo y que se lo publiquen a uno. Aquel que consigue el efecto de estos tres verbos combinados y hace de ello ocupación principal y medio de vida es llamado periodista.

Formalmente, a mediados de los años 80 la situación de la libertad de expresión y de prensa era ejemplar. Pero desde el primer momento los obstáculos crecieron por doquier. Así, aunque desapareció la prohibición de trabajar en un medio a quien no estuviese inscrito en el Registro Oficial de Periodistas, las iniciativas de Anson fructificaron en una serie de colegios profesionales regionales, limitados a los licenciados en CCII, encabezados por el de Cataluña. En la otrora liberal Barcelona también nació un Consell Audiovisual de Catalunya (CAC), controlado por el Parlamento catalán, que es esencialmente un órgano de censura política de las ondas.

La libertad de expresión varía, pues, por zonas geográficas en la España de 2016, lo cual es sencillamente una aberración.

Pero más allá de los órganos claramente censores relacionados con el poder político, la situación general ha empeorado a lo largo del último cuarto de siglo por un motivo socioeconómico evidente y abrumador: los medios verdaderamente informativos –esencialmente, los escritos, primero en papel y luego unidos a los digitales– no son ya los principales proveedores de noticias, sino que lo son los medios audiovisuales, para los cuales la información no es sino una fuente menor de sus importantes ingresos y, por ello mismo, la tratan con desahogo, y si hace falta mezclarla con el espectáculo hasta retorcerla y desvirtuarla, pues lo hacen sin remilgos. Y ahí tenemos al espurio infotainment triunfando.

Menos influyentes, con menos ingresos y menos recursos humanos y materiales, los medios verdaderamente informativos pueden ser hoy formalmente libres, libérrimos incluso, pero están mucho más expuestos a las presiones de los poderes públicos y privados. Y por ello en la práctica la libertad está hoy asediada.