Una apertura del sistema político libio debería tender a reducir la radicalización yihadista. Pero si las aspiraciones de cambio no se ven satisfechas en poco tiempo, el descontento puede radicalizar a jóvenes libios que perciban como inútiles las movilizaciones. Los efectos de una intervención militar extranjera son potencialmente ambivalentes.
¿Se convertirá Libia en una nueva Somalia? La hipótesis de un escenario yihadista tras el enfrentamiento civil (ARI)
Tema: Si el conflicto libio produjese desintegración estatal, vacío de poder y caos social, al-Qaeda en el Magreb Islámico y quizá un refundado Grupo Islámico Combatiente Libio dispondrían de oportunidades favorables para el terrorismo.
Resumen: En el territorio libio pueden darse las condiciones que permitan una actividad terrorista por parte de grupos y organizaciones yihadistas, en concreto de al-Qaeda en el Magreb Islámico, del Grupo Islámico Combatiente Libio que podría ser refundado o de células e individuos independientes. Aunque hay indicadores políticos y sociales que no permiten descartar la posibilidad de que el Estado libio se desintegre y cunda un caos que convierta al país en espacio favorable para la extensión del yihadismo global, otros sugieren que este sería únicamente el peor de los escenarios imaginables. Pero se trata de una hipótesis que, a la luz de la componente libia en el liderazgo de al-Qaeda y de los procesos de radicalización violenta que han incidido sobre algunos segmentos de la juventud libia a lo largo de los últimos 10 años, principal pero no exclusivamente en centros urbanos situados al nordeste del país, no se debe descartar de antemano. Cualquier debate acerca de una intervención militar extranjera en Libia ha de tenerlo en consideración.
Análisis: Sería, sin lugar a dudas, uno de los peores escenarios –si no el peor de todos ellos– que imaginarse pueda tras la crisis por la que está atravesando Libia y la eventual quiebra del opresivo régimen autocrático de Muamar el Gadafi. Pero que haya algunos grupos y organizaciones terroristas de orientación yihadista que extiendan tanto sus redes como sus actividades de violencia por el territorio de ese país norteafricano es desde luego una hipótesis verosímil, sobre la cual cabe reflexionar dejando prejuicios a un lado, con mesura y sin catastrofismos. Para que Libia, ubicada a muy corta distancia de la frontera meridional de la UE, termine por convertirse en un escenario favorable a semejantes islamistas belicosos y, por ende, foco de amenaza terrorista en torno al Mediterráneo, deberían concurrir al menos dos circunstancias. Por una parte, que se produzca un vacío efectivo de poder por desintegración de las estructuras estatales y que el caos se generalice en las principales zonas pobladas del territorio libio o en una porción sustancial de las mismas. Por otra parte, que haya actores individuales y colectivos relacionados con al-Qaeda o inspirados por la ideología de esta estructura terrorista no sólo con voluntad sino también con capacidad para aprovecharse de una situación así.
Desintegración estatal, caos y terrorismo
La desintegración del Estado ha sido habitualmente considerada, a la luz de lo ocurrido en distintos casos pasados y actuales, como una condición facilitadora del terrorismo. Es abundante y conocida, por ejemplo, la literatura sobre Estados fallidos y su relación con el establecimiento y el desarrollo del terrorismo yihadista. Aquella desintegración ofrece oportunidades especialmente favorables para la intromisión de actores que contemplen un repertorio de violencia colectiva que incluya la ejecución de actividades terroristas o para que la existencia previa de un terrorismo latente se torne en una práctica manifiesta. El caso de Somalia es probablemente el más notorio que podemos observar en nuestros días, y de ahí que se plantee una posible analogía con el futuro de Libia. En dicho país del Este de África, una organización relacionada con al-Qaeda, al-Shabaab, formada a partir de escisiones ocurridas en el sector del islamismo radical que se consolidó en buena parte de aquel territorio y mantenida gracias tanto a los procesos de radicalización violenta que habían tenido lugar en determinados segmentos de la población como a los incentivos selectivos ofrecidos por los dirigentes del grupo yihadista a cambio de reclutamiento, terminó por imponer su dominio en amplias zonas del aquel e incluso proyectar su violencia fuera del mismo.
A este respecto, no es algo impensable que en Libia lleguen a desintegrarse las estructuras oficiales y cunda el desorden por todo el país o buena parte del vasto territorio del mismo. En tal sentido, las diferencias son francamente notables respecto a Túnez o Egipto, los otros dos países norteafricanos en los que la estructura y la distribución del poder se está viendo afectada como consecuencia de las movilizaciones antiautoritarias iniciadas el pasado mes de enero en la región. Pese a que el rigor represivo y la cerrazón incentivada mediante prebendas selectivas del sistema político instaurado despóticamente por Muamar el Gadafi no parecían hacerlo tan vulnerable a la contestación popular como finalmente lo ha sido, cualquier buen conocedor de la realidad libia sabe que la fragmentación constitutiva de las mermadas instituciones estatales, incluidas instituciones estatales fundamentales como las Fuerzas Armadas y los servicios de seguridad, era más acusada de lo que parecía y esta característica institucional del país se ha agudizado desde el inicio de la crisis.
Además, décadas de férrea dictadura han terminado por atomizar a la sociedad libia, al margen de los ligámenes primordiales que por supuesto no han dejado de tener vigencia. En Libia ni siquiera existen esos elementos asimilables a una sociedad civil –en tanto que conjunto de entidades autónomas autoconstituidas que se reconocen mutuamente como sujetos legítimos del pluralismo– que, de forma muy limitada, pueden observarse en otros países asimismo afectados por las revueltas antiautoritarias en el mundo árabe, como es el caso de Egipto. Las movilizaciones de protesta popular no parecen haber sido el resultado de un disentimiento político articulado, con liderazgo y estrategia. Así las cosas, está por ver si los desafectos del régimen de Muamar el Gadafi con alguna experiencia de gestión pública, las propias habilidades de que puedan valerse las comunidades locales y, sobre todo, el complejo sistema tribal propio de Libia, atemperan las consecuencias negativas de un eventual vacío de poder o, por el contrario, actúan favoreciendo las rivalidades clánicas, activando normas consuetudinarias de venganza y prolongando el enfrentamiento civil.
Componente libia del terrorismo yihadista
A partir de algunos datos conocidos, es posible deducir que hay determinados actores yihadistas con especial interés en Libia y que tratarán de beneficiarse de una coyuntura propicia en este país. En primer lugar, desde hace ya unos cuantos años, buena parte del liderazgo de al-Qaeda ha estado y está compuesto por libios, quienes junto a mandos o cuadros sobre todo de origen egipcio y saudí, forman los pilares no solo doctrinarios sino también operativos de la estructura terrorista. Ahí están, por ejemplo, nombres tan prominentes entre los dirigentes de la misma, alguno de ellos capturado o abatido recientemente, como Abu Faraj al-Libi, Anas al-Libi, Atiya Abdalrahman, Abu Yahya al-Libi, Abu Layth al-Libi y Abdullah Said. En su mayoría proceden del Grupo Islámico Combatiente Libio, formado a inicios de los noventa por, fundamentalmente, libios que habían combatido en Afganistán durante la década precedente. Perseguidos en su país natal, terminaron por establecerse en las zonas tribales de Pakistán. En noviembre de 2007, arrogándose la capacidad de decidir por el conjunto de la organización, anunciaron que el GICL se unía a al-Qaeda, una fusión que no fue aprobada por los líderes de grupo, presos en cárceles libias, quienes habían renunciado a la violencia contra gobernantes musulmanes en 2009.
Al año siguiente, en marzo de 2010, tras haber renegado de sus acciones armadas contra el régimen de Gadafi, estos últimos líderes del GICL y unos dos centenares de sus miembros, todos ellos presos en un penal de Trípoli, fueron excarcelados. Otros muchos seguían encerrados cuando los disturbios se generalizaron en las ciudades libias y puede inquietar lo que ocurra con ellos en una situación de autoridad estatal muy débil o inexistente que tenga implicaciones sobre el mantenimiento del control en las prisiones llegando a permitir su huida, al igual que la de otros tantos centenares de individuos internos en las mismas después de haber tomado parte en la campaña de terrorismo yihadista relacionada con la extensión territorial de al-Qaeda en Irak. Debería preocupar, por añadidura, si la desradicalización de aquellos primeros es reversible en un contexto político distinto. Tuve ocasión de conversar con Abu Abdullah al-Sadeq, el máximo responsable del GICL, y otros dos miembros de su directorio, en Trípoli, el día de su excarcelación, y era evidente que habían adquirido un compromiso de no beligerancia con el régimen de Gadafi, a través de una iniciativa patrocinada por su hijo Saif al-Islam y que llevó a las autoridades libias a adoptar una retórica de afirmación religiosa que contrastaba con la precedente trayectoria política de base secular en el país, pero difícilmente aplicable a un posible gobierno libio que, por el modo en que sea establecido o los contenidos de sus políticas, entiendan como no islámico.
Además, la organización de al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) cuenta con un pequeño pero significativo elenco de militantes libios y el pasado año incorporó una partida, la de la antigua Brigada de los Mártires, de la cual dispondría en el interior del territorio de Libia. Donde asimismo hay numerosos individuos, establecidos sobre todo en localidades del Este del país, área en la que las revueltas populares contra el régimen de Gadafi han sido particularmente intensas y exitosas, que fueron terroristas o se adiestraron para serlo en Irak. Lo que probablemente significa que se mantienen contactos entre una parte de ellos y al-Qaeda en la Tierra de los Dos Ríos –u otras organizaciones yihadistas activas todavía en suelo iraquí–, cuyo liderazgo facilitó expresamente la unión, en 2006, del Grupo Salafista para la Predicación y el Combate argelino con al-Qaeda para constituir la mencionada extensión territorial de al-Qaeda en el Magreb. Una eventual caída de los umbrales de protección y seguridad interior dentro del territorio de Libia, como resultado de un deterioro institucional o de una desintegración estatal de suficiente alcance, proporcionaría a AQMI un amplio rango de blancos contra los que atentar de los cuales no dispone, si exceptuamos a los transeúntes occidentales que ocasionalmente secuestra con propósitos de financiación, en las zonas del Sahara y del Sahel hacia las que se ha ido desplazado en los últimos años.
Inhibidores del peor escenario imaginable
Libia, con todo, no es, ni mucho menos, el Afganistán que cayó bajo dominio talibán y cobijó a al-Qaeda, ni tampoco la Somalia que, fracasada como proyecto de Estado, derivó en un espacio sin ley ni orden finalmente controlado en buena medida por al-Shabaab, la organización armada yihadista asociada con al-Qaeda. La estructura socioeconómica del país magrebí es bien diferente. Tanto las tasas de urbanización como de producto interno bruto per cápita son las mayores del Norte de África. La inversión extranjera se ha dejado sentir muy sensiblemente, aunque no en ausencia de notables desigualdades, a lo largo de la última década, en particular después de que se levantaran las sanciones que recaían sobre el país como consecuencia de la reconocida implicación de sus autoridades y agentes comisionados en el atentado perpetrado contra una aeronave comercial estadounidense mientras sobrevolaba la localidad escocesa de Lockerbie en 1988. El país, con una expectativa de vida para el conjunto de su población superior a la de Egipto o incluso a la de Marruecos, está clasificado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo entre los que registran un índice de desarrollo humano alto, significativamente mayor que la media del mundo árabe o el sur de Asia y mucho más elevado que el correspondiente al conjunto del África Subsahariana.
Así pues, lo acontecido en Libia se entiende mejor en clave de lo que la teoría sociológica y politológica sobre las causas de la rebelión –que no debe confundirse con revolución, bues esta supone una rebelión exitosa que termina en una transformación efectiva del régimen político– define desde hace cuatro décadas como privación relativa. Una privación relativa que, suficientemente difundida en la apreciación de las gentes, hizo de las ciudades libias el ámbito donde fue generalizándose una sensación de frustración. Una frustración debida a la disparidad entre expectativas crecientes y realidad. Por una parte, las expectativas crecientes de amplios sectores de la sociedad, especialmente de una juventud comparativamente mejor preparada que en el pasado y cuya mentalidad globalizada les permite comparar su situación cotidiana con la de otros países –especialmente del mundo occidental– en los que sus coetáneos disfrutan de mucha mejor calidad de vida, estimuladas por la introducción de reformas socioeconómicas muy limitadas en su país pero que han alterado algunos equilibrios precedentes. Por otra parte, la realidad cotidiana del desempleo y la falta de oportunidades vitales, junto a otros problemas endémicos como la corrupción, la ineficacia y la represión inherentes a un modo patrimonialista e incluso podría decirse que casi sultanístico de gobernar.
Además, los manifestantes libios han enarbolado y enarbolan banderas que evocan la independencia nacional y la monarquía previa al golpe de Estado de 1969 mediante el cual accedió al poder Gadafi. Aunque los gritos de ¡Alá es grande! sean recurrentes, no han exhibido enseñas que se correspondan con el universo simbólico propio del yihadismo global sino otras que sugieren referentes muy distintos, como los de la afirmación nacional y un gobierno constitucional, tan denostados en la propaganda del salafismo yihadista en general y de al-Qaeda en particular. Sin embargo, centenares –o quizá números para cuya contabilidad habría que utilizar cuatro dígitos– de jóvenes libios se radicalizaron en el pasado hasta el punto de integrarse en grupos y organizaciones yihadistas, primero en Afganistán y más tarde en Irak. Un conocido estudio del Combating Terrorism Center de West Point, sobre 700 extranjeros que se unieron a las actividades terroristas relacionadas con al-Qaeda en el último de esos dos países entre agosto de 2006 y agosto de 2007, basado en fichas incautadas durante una operación contrainsurgente llevada a cabo por tropas de la coalición internacional cerca de Sinjar, junto a la frontera sirio-iraquí, ofrece datos reveladores. Después de los saudíes, los libios eran el segundo contingente más numeroso de entre todos ellos y Libia el país que proporcionaba más militantes por cada millón de habitantes, en su mayoría originarios de ciudades situadas al nordeste del país y explícitamente registrados como voluntarios para ejecutar atentados suicidas.
Conclusión: Libia es un país cuyas autoridades pasaron de patrocinar actividades terroristas en Oriente Medio y Europa Occidental durante los años 70 y 80 del pasado siglo a combatir con determinación, a partir de los 90, a elementos relacionados con la urdimbre del terrorismo global que se desenvolvían en su propio territorio. En la actualidad atraviesa por una conflictividad interna en cuyo desencadenamiento ningún grupo u organización yihadista ha tenido papel relevante alguno, pese a que Muamar el Gadafi haya culpado a al-Qaeda de la situación. Empero, su curso es susceptible de producir las condiciones que permitan una actividad terrorista por parte de al-Qaeda en el Magreb Islámico, el principal actor yihadista que existe en la región. También cabe la posibilidad de que, según evolucionen los acontecimientos en el país norteafricano, se refunde el Grupo Islámico Combatiente Libio. Sin embargo, aunque hay variables políticas e indicadores sociales que no permiten descartar la posibilidad de que el Estado libio se desintegre y cunda un caos social que convierta al país en un escenario favorable para la extensión del yihadismo, más aún cuando entre muchos jóvenes y adultos libios se han distribuido ingentes cantidades de armas y explosivos, otros sugieren que existen también factores capaces de inhibir esa posibilidad.
Una apertura del sistema político libio debería tender a reducir los niveles de radicalización yihadista en segmentos específicos de la población libia. Pero si las aspiraciones de cambio no se ven suficientemente satisfechas en un plazo relativamente corto de tiempo, el descontento puede producir radicalización entre jóvenes libios que perciban como inútiles las movilizaciones de protesta desarrolladas en su país. En relación con ello y con posibles oportunidades para el yihadismo, los efectos de una intervención militar extranjera, que trate de poner freno a los ataques de las fuerzas leales a Gadafi contra su propia gente y el horror de una guerra entre libios, son potencialmente ambivalentes. Por una parte, la ausencia de apoyo exterior y en concreto occidental a los rebeldes, en su afán por derrocar a Muamar el Gadafi, puede suscitar resentimiento entre ellos y de ahí radicalización. Por otra parte, la presencia de soldados estadounidenses o europeos en suelo libio puede enardecer a los yihadistas dentro y fuera del país. Caso de que la comunidad internacional decidiese una intervención exterior, una solución es que fuese llevada a cabo por tropas de países cercanos con sociedades mayoritariamente musulmanas, a instancias de la Liga Árabe o de la Unión Africana, lo que parece poco probable. Otra, en intervenir, tanto al amparo de Naciones Unidas como incluso si se materializaran otras opciones, desde fuera del territorio libio, sobre el espacio aéreo o las comunicaciones de uso militar, por ejemplo. Sean cuales fueren las decisiones que se adopten, habrán de tener en cuenta la verosimilitud, siquiera remota, de un escenario yihadista en Libia tras el enfrentamiento civil.
(Fernando Reinares es investigador principal de terrorismo internacional del Real Instituto Elcano y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)
Fernando Reinares, INSTITUTO ELCANO, 11/03/2011