Isabel San Sebastián-ABC

Se impone apoyar sin ambajes cualquier medida coercitiva que obligue a todo el mundo a respetar la distancia social

La semana pasada me llamaron «bolchevique» por defender en la radio el cierre de las discotecas, la prohibición de fumar en la calle y las restantes restricciones aprobadas por el Gobierno, a instancias de las comunidades autónomas, con el fin de contener esta segunda ofensiva de la pandemia que nos azota. Aprecio en lo que vale la utilización de «bolchevique» como sinónimo de «liberticida», pero no creo merecer el calificativo, sinceramente. Y tampoco creo que lo merezca el ministro Illa. Porque incluso asumiendo que uno sea libre de arriesgarse a morir adoptando conductas suicidas ante el Covid-19, es evidente que tal libertad no ampara el asesinato del prójimo. Dicho de otro modo: cualquier irresponsable con pretensiones de invulnerabilidad es muy dueño de exponerse al contagio contraviniendo conscientemente las recomendaciones de los expertos, pero no de contagiarme a mí con el humo de su cigarrillo cargado de agentes patógenos. Y tampoco de contribuir a saturar un sistema sanitario en el límite de su capacidad, atendido por héroes exhaustos, que amenaza con volver a colapsarse si entre todos no ponemos remedio al cariz cada vez más sombrío que están tomando las cosas.

La semana pasada, mientras esos libertarios exaltados me animaban a «encapsularme» y no salir de casa para que ellos jugaran tranquilos a la ruleta rusa con su salud y la de los demás, la Organización Médica Colegial lanzaba un durísimo comunicado expresando su «indignación, desolación, desaliento, desesperación y decepción» ante «el relajamiento silente pero generalizado de la distancia física, la protección y la higiene» por parte de una ciudadanía a todas luces insolidaria con el abrumador esfuerzo llevado a cabo por su colectivo desde el comienzo de la epidemia. La institución que agrupa a los colegios médicos de toda España levantaba igualmente la voz contra las disputas y rivalidades protagonizadas por distintas fuerzas políticas y administraciones, incapaces de remar en una misma dirección ni siquiera con el empeño común de derrotar al virus letal. Su lamento se unía al de nueve sociedades científicas que urgían a los poderes públicos a reforzar las medidas vigentes y tomar otras nuevas, dado el evidente fracaso cosechado por nuestro país en el control de la enfermedad y sus consecuencias socioeconómicas. Encabezamos el ranking europeo de víctimas mortales, de caída del PIB, de virulencia de los rebrotes y también de mentiras oficiales destinadas a tratar de tapar esa triste realidad. Algo estamos haciendo rematadamente mal, y aún no ha llegado lo peor: el inicio del curso escolar y la necesaria vuelta al trabajo tras la pausa vacacional.

La semana pasada las autoridades alemanas no habían calificado todavía a España como un «destino peligroso», provocando la anulación inmediata de millares de reservas turísticas; Baleares no multiplicaba por ocho la incidencia del virus en el Reino Unido, Madrid no figuraba en color rojo en el mapa de la enfermedad, junto a Cataluña, Aragón o el País Vasco, y los hospitales no se preparaban para una nueva avalancha cancelando operaciones no urgentes y haciendo recuento de sus camas UCI.

El Covid se nos está yendo nuevamente de las manos, en parte por la nefasta gestión de un Ejecutivo incapaz de atajarlo y en parte por nuestra tendencia a hacer lo que nos da la gana. Dado que no parece posible confiar al sentido común la salvaguarda de una libertad que termina necesariamente donde empieza la del otro (en el caso que nos ocupa, a metro y medio de distancia), se impone apoyar sin ambajes cualquier medida coercitiva que obligue a todo el mundo a respetarla.