Luis Ventoso-ABC

  • Este reto es menor que el de 1945, pero entonces había alguien ahí

El sábado se conmemoró el 75 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, con la rendición de Japón dos semanas después de que las bombas atómicas estadounidenses aniquilasen a 140.000 personas en Hiroshima y 74.000 en Nagashaki. Todos los que hoy tenemos entre cincuenta y cien años estamos marcados todavía por aquel conflicto colosal, que destruyó y moldeó el mundo. Un apocalíptico experimento de destrucción creativa. Jamás se repetirá algo así, pues si sucediese, con los arsenales atómicos supondría la extinción de la humanidad.

Algunos estudiosos leen las dos Guerras Mundiales como un único conflicto, con un breve hiato marcado por otra conmoción: el crack del 29, que azuzó la búsqueda de soluciones simplistas/totalitarias. No hubo espanto que no

se ensayase en la II Guerra Mundial, que segó entre 40 y 50 millones de vidas. Las ideologías intransigentes llevaron al Gobierno del pueblo más culto de Europa a programar el exterminio de 5,7 millones de judíos y en Rusia el estalinismo asesinó a millones de inocentes. Combates de dimensiones inéditas: 5.000 barcos aliados opacando la línea del horizonte en el Día D; la carnicería de la batalla de Bulge, donde combatieron 600.000 soldados estadounidenses y murieron más de 20.000; los 900 días de asedio a Leningrado, con casos de canibalismo. Los japoneses cometieron crudelísimos crímenes de guerra. Tampoco los aliados tienen las manos limpias, con el ensañamiento británico en los bombardeos de Dresde (25.000 muertos) y el menos recordado de Pforzheim (18.000). Como colofón, la bomba atómica, que ha otorgado a la humanidad la potestad de suicidarse en minutos. La II Guerra Mundial supuso además un esfuerzo industrial y logístico titánico. Al final, lo que ganó la contienda fueron el músculo fabril de Estados Unidos y los 18 millones de muertos rusos.

A diferencia de ahora ante la pandemia, Occidente contaba entonces con Políticos, con mayúsculas. En julio de 1944, en el verano previo al fin de la guerra, Estados Unidos reunió a emisarios de 45 países en un balneario de Bretton Woods, en New Hampshire, para idear un nuevo orden económico mundial. Se trataba de evitar los errores del periodo de entreguerras poniendo fin al proteccionismo, abriendo la economía y estabilizando el sistema monetario pasando del patrón oro al dólar. El mayor beneficiado era, por supuesto, Estados Unidos, ávido por exportar su enorme producción (por entonces suponía la mitad del PIB mundial y producía dos tercios del petróleo y la mitad del carbón). Setecientos economistas, escrutados por medio millar de periodistas, trabajaron durante dos semanas y media en Betton Woods. Harry Dexter White, un oscuro funcionario del Tesoro estadounidense, le ganó la partida en los debates a Keynes, la luminaria de Cambridge. Lo que allí se diseñó ordenaría el mundo hasta los años 70, cuando Nixon pasó página.

Esta vez carecemos de gente adulta reunida en una sala para pensar un futuro. O tiranos despreciables; o chisgarabís verborreicos a lo Macron y Sánchez; o un mandatario de cómic que no sabe mirar a lo grande.

(PD. Del chiste de España con su gaseosa «comisión de reconstrucción» hablamos otro día…).