Kepa Aulestia, EL CORREO, 10/10/12
Las elecciones son el momento en que los ciudadanos se aproximan más a los políticos y viceversa gracias al derecho de votar y ser votado. En medio de la campaña de las autonómicas vascas el CIS ha revelado que «la clase política, los partidos políticos en general» son considerados un problema por un porcentaje creciente de la población española. Está claro qué quiere decir que los encuestados sitúen el paro y las dificultades de índole económica como sus principales preocupaciones.
Pero ¿qué significa exactamente que opten por señalar la política en tercer lugar? Pongamos que hay una predisposición a recelar de ella que viene de la amarga experiencia de la Guerra Civil y del totalitarismo franquista, que intentó legitimarse como superación de los espurios intereses partidarios. Pongamos que cada persona censada necesita transferir las culpas de lo que ocurre a quienes no tienen otro remedio que mostrarse públicamente, sobre todo en campaña, frente al anonimato en el que se guarecen los poderes económicos. De hecho estos últimos gustan de desdeñar a los políticos, en privado y en público. La idea de que quienes se dedican a la política es porque no podrían hacer otra cosa y el estigma de parásitos que les acompaña supone un consuelo general: todo aquel que no está en la política tiene la oportunidad de sentirse moralmente superior porque se ve capaz de hacer otra cosa, sea cual sea. Pero cada indicador demoscópico que cuestiona la dignidad del compromiso político partidario e institucional se convierte en la vacuna que insensibiliza a los interpelados.
Los candidatos que se han presentado a las autonómicas vascas coinciden con la máxima establecida por Iñigo Urkullu de no prometer aquello que no puedan cumplir. Nunca hubo tan pocas ofertas electorales. Pero ese ejercicio de humildad y apocamiento tampoco contribuye a ennoblecer la actividad política. Si los candidatos se muestran impotentes ante los problemas económicos y sociales y, además, mantienen una pose calculadamente ambigua en las cuestiones netamente políticas ¿para qué los necesitamos?
La estrategia electoral del mínimo riesgo incrementa la atonía programática, de manera que los comicios se convierten en una llamada a filas menos estridente pero más sonora esta vez que cuando Euskadi vivía una tensión insoportable. Así es como las elecciones se juegan entre la confianza que pueda merecer una determinada alternativa y la sensación de pertenencia o alineamiento que despierte otra. Nadie se atreve a prometer que va a mejorar las cosas; todos se limitan a apuntar que los adversarios las empeorarían. Sencillamente porque los políticos saben que la desafección ciudadana no incluye a los propios, a aquellos a los que cada cual va a votar el próximo 21 de octubre. De ahí que los candidatos tampoco se esmeren en trazar claramente las lindes de su ámbito de acción respecto a lo que escapará de las manos de quien se aloje en AjuriaEnea.
A los límites competenciales se les unen los imponderables de la crisis, que permiten al primer ministro finlandés dictaminar sobre las perspectivas de la economía española con mayor credibilidad de la que ofrece su homólogo español. Por la misma razón que los 50 millones prometidos por Urkullu para complementar las pensiones más bajas solo pueden animar a los enfervorecidos.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 10/10/12