Los deberes del constitucionalismo vasco

Pedro José Chacón, EL CORREO, 10/10/12

Cuando a cualquier nacionalista le basta con decir que ama el euskera para pasar con éxito la prueba de su electorado, aquí a los políticos constitucionalistas les repele en su mayoría dar ese paso

Conste que atribuirse en exclusiva la defensa de la Constitución de 1978, emanada de aquel pacto fundacional de nuestra democracia, referente político supremo de la España actual y cuyo rasgo más preciado fue el de la inclusión de los diferentes, no es nada acertado. Pero es que el otro término, también muy al uso, del ‘no nacionalismo’ adolece de suponer que quienes se consideran a sí mismos no nacionalistas no son, en su mayoría, nacionalistas de otro modo. El de ‘españolismo’ no está mal, pero deja desprotegido nuestro lado vasco irrenunciable. Tal vez iría mejor el de ‘unionismo’, aunque proceda de la izquierda abertzale o precisamente por eso: sería señal inequívoca de un desacomplejamiento que, no obstante, todavía necesita tiempo para cuajar del todo entre nosotros. Es ese sentirnos unidos al resto de España lo que, a fin de cuentas, caracteriza a un grupo muy variopinto y deslavazado de ciudadanos vascos que seguimos creyendo –seguramente de manera infundada, pero para eso son las creencias–, que esta parte de España es el rincón de Europa donde más maravilloso resulta vivir.

Habrá quien, a buen seguro, se lamentará también de que aquí se atribuyan deberes al constitucionalismo, cuando hasta ahora los únicos que se han empeñado en ponernos deberes son los nacionalistas: para reivindicar la independencia, para aprender euskera, para acudir a manifestaciones y movilizaciones festivas, culturales y reivindicativas de todo tipo. Pero cabe pensar en la razón por la que el constitucionalismo sigue sin terminar de levantar cabeza en el País Vasco, repitiendo pronósticos y resultados una y otra vez, con la única incógnita de si es el PSE o el PP quien despunta entre el siempre minoritario sector de la población que les vota. Y es que puede, en efecto, que el constitucionalismo vasco en los últimos treinta años no haya hecho sus deberes aquí: sus números así lo demuestran.

¿Cómo es posible que, con un terrorismo que se ha cobrado casi mil vidas, la gente no sienta mayoritaria empatía por quienes más han sufrido y, en cambio, vote más a quienes han apoyado las acciones armadas de ETA, a quienes han jaleado sus barbaridades, a quienes se manifiestan para que un preso enfermo terminal deje cuanto antes la cárcel, sin acordarse en absoluto de su víctima más conocida: aquella imagen del náufrago superviviente de un encierro inhumano en el que estuvo a punto de morir de soledad, de desesperación y de pena? ¿Cómo es posible que el Estado no haya combatido más eficazmente la campaña permanente de imagen que el terrorismo y sus colaboradores ganaron por goleada durante todos estos años: publicitando eficazmente las ocasiones en que se torturó, sacando inmenso partido de las dos docenas de víctimas del GAL, exprimiendo hasta el delirio los errores policiales, convirtiendo las legítimas acciones de cualquier Estado democrático en defensa de su legalidad en perversas formas de opresión a inocentes, propias de un Estado totalitario? ¿Cómo es posible que todavía no hayamos entendido las migraciones interiores como la causa principal de la desestructuración de España en el siglo XX? ¿Cómo es posible que nadie haya reparado en que territorios con idioma propio, como Galicia y Navarra, que no han tenido inmigración masiva, quieran mantenerse, de manera mayoritaria, a lo suyo y sin llamar la atención? ¿Cómo es posible que miles de familias vascas procedentes de la inmigración de otras partes de España hayan renunciado de manera expresa a sus orígenes, prefiriendo independizarse de la tierra de sus ancestros a seguir viviendo unidos a ella, aunque sea por el tibio lazo de la sangre común? ¿Cómo es posible que no nos hayamos percatado todavía que frente a los relatos secesionistas, construidos ex profeso para disgregar España, cabe un relato propio más poderoso, por contar con toda la historia a su favor, para mantenerla unida? ¿Cómo es posible que quienes defienden aquí el Estado español de derecho no se dieran cuenta desde el principio que la exclusividad nacionalista en la defensa y promoción del euskera era la mayor de las dejaciones culturales para las generaciones venideras: un tesoro lingüístico único en el mundo convertido en cejijunto ariete por la independencia? Cuando a cualquier nacionalista le basta con decir que ama el euskera para pasar con éxito la prueba de su electorado, aquí a los políticos constitucionalistas les repele en su mayoría dar ese paso, con lo que la gente joven, la que va en masa a la Durangoko Azoka, vota solo nacionalista y sus padres, si ya no lo hacían antes, lo hacen ahora también. Es demasiado, para oponerse eficazmente al nacionalismo, que toda la cultura vasca euskaldun esté en sus manos.

Y ya basta de atribuir al terrorismo todas las desgracias del constitucionalismo. ¿Cómo es posible que la Ley de Partidos Políticos que consiguió desenmascarar de una vez y para siempre el juego perverso y criminal de la izquierda abertzale, no fuera promulgada hasta 2002? Hasta entonces tuvimos que sufrir a sus líderes explicándonos que los atentados terroristas eran expresión de la rebeldía espontánea del pueblo vasco ante la opresión española y bla bla bla. Fueron necesarios ¡más de veinte años! para acabar con el juego macabro de un terrorismo al servicio de un partido político, que eliminaba a sus adversarios y acorralaba inmisericorde a todo un sector de la población no independentista. Y llegó la sentencia confirmatoria del Tribunal de Estrasburgo en 2009 y poco después el final del terrorismo: se acabó. ¿No se pudo haber actuado desde el principio con más inteligencia, con más visión de futuro respecto a la dinámica política y cultural del país, después de la Dictadura? Todo apunta a que sí. Ahora ya solo queda recurrir al viejo refrán, tan típico español: aquello de nunca es tarde…

Pedro José Chacón, EL CORREO, 10/10/12