LLAMARSE SUÁREZ

ABC-IGNACIO CAMACHO

Illana habrá aprendido que la política actual no hace prisioneros y que su margen de tolerancia al error es cero

CINCO años después de que la muerte convirtiera a Adolfo Suárez en un mito, su hijo ha aprendido que la política actual no hace prisioneros ni dispara con balas de fogueo. Desde aquella frustrada aventura castellano-manchega de 2003 ha pasado mucho tiempo: ahora el margen de tolerancia al error es cero y cualquier resbalón te condena en las redes sociales a un inmediato y sumarísimo linchamiento. Los primeros que te acribillan son los propios compañeros, entre los que provoca intenso recelo la presencia de fichajes externos. Por eso está prohibido improvisar o salirse del guión que diseñan los expertos y las campañas consisten en repetir frases preparadas o consignas escuetas ante los medios. No ha lugar a ninguna clase de espontaneísmo ingenuo o aventurero: el candidato ha de atenerse al prontuario de argumentos y permanecer envarado como un autómata, rígido como un muñeco. La única ventaja consiste en que el eco de las polémicas es muy pasajero porque la jauría encuentra en seguida otra víctima a la que someter a su cruento apaleo.

En parte por bisoñez y en parte por la propia expansividad de su talante, Suárez Illana se metió en un jardín donde sólo podía embarrarse. Su pasión por la defensa de la vida lo empujó a un fárrago de disparates, ejemplos mal documentados y analogías triviales que han triturado de primeras su buena imagen. Lo peor del cachondeo general sobre el aborto de los neandertales, lo que más le habrá dolido, son las crueles comparaciones con su padre. Un hombre con la piel lo bastante dura para sobreponerse dos veces al cáncer no se va a desmoronar por un episodio irrelevante pero cabe esperar que a partir de ahora se enfrente un poco mejor pertrechado a los debates. Porque una vez conocida su tendencia al desparrame le van a poner trampas de toda clase y ha de saber que en esta aciaga aparición ha agotado su cupo de ocurrencias extravagantes.

La desdichada polémica ensombreció el fondo de su intervención, que fue una lección de liberalismo. Manifestándose como un antiabortista convencido, patrono de una fundación de maternidad que ha sacado adelante a muchos niños, declaró que el PP no intentará reformar la ley porque no reúne para ello consenso social ni político. Ahí brillaba la esencia tolerante del suarismo, la grandeza moral frente a quienes hacen de la intransigencia ideológica una coartada para sus objetivos. Reconocerse en minoría, pese a que mantener la actual reglamentación le puede costar votos a su partido, es un infrecuente mérito de honestidad en un escenario público envilecido por una conciencia de falsa superioridad inspirada en el sectarismo. Lo estropeó, sí, con una ruidosa sarta de desatinos, pero dejó una impronta de respeto, avenencia y armisticio que tanta falta hace en esta España de trinchera y conflicto gratuito. Y eso bien puede decir con orgullo que lo ha mamado desde chico.