Ya no son las multitudes de antaño. Ya ni entre ellos (se) aprietan. Ya nada es lo que fue en esa cárcel de todos los placeres de Lledoners.
Esta fotografía no es histórica, pues aquí a estos delincuentes les falta el jironazo popular de Jesús Gil o de Isabel Pantoja, que ellos sí que eran líderes de un movimiento que nos emocionaba en la media tarde.
Turull, entretanto, lleva un visaje como de tristeza infinita, de funcionario del catastro que ha venido a este Valle de Lágrimas sin pena y ni gloria. Por algo es el único al que la camisa le tiene holgura.
Al fondo, el pueblo soberano (perdón por la minúscula) con esa cartelería amarilla y con lamparones que nada aporta a la causa pero siempre está cuando se le llama, como borrones en el lienzo de Breda para que el golpismo secesionista no se sienta solo. También nos sale en plano una tieta con gafas de sol y buen ver, presumiblemente viuda de un industrial de medias de Sabadell o alrededores.
Volver a una cárcel podría mover a la penilla si habláramos de la del Dueso o la del Puerto, donde toda rata era abrigo y nos matábamos por medio cubalibre. Pero Lledoners, así por lo que sabemos y por lo que ha trascendido, está a medio camino entre Barcelona y la nada, entre despacho de la Generalitat y sala de fiestas en La Junquera.
En el fondo, como dice la Fiscalía, los procepresos habían mamoneado desde el minuto uno en las salidas, y a los mártires del megáfono y a los que saltaban en el furgón de la Guardia Civil se les presupone un poquito de martirio, no un voluntariado chorra y una empresa que se ve que no produce.
Sobrecoge lo justo la pose de los tres, en un momento de intimidad pública. En el ocaso de una tarde de verano, con mascarillas en la boca y cierta nostalgia, en el caso de Junqueras, de cuando despachaba con Soraya y todo eran sonrisas y revolución de las mismas.
Uno, yo mismo, quisiera ir a Lledoners a hacerme una cura de sueño y ver al brujo ese que adivina el hado en un ojo seco y en la escobilla del váter.
Sabemos que Lledoners es estación de paso y allí, a los robagallinas, no nos guardan la cuchara.