ABC -IGNACIO CAMACHO

El nacionalismo chantajea, desafía, amenaza, y el constitucionalismo se achanta y pone la cara para que se la partan

I el Real Madrid fuese, o quisiera ser, algo más que un club de fútbol –es decir, una institución consciente de su condición simbólica como representación de ciertos valores sociales–, se negaría a jugar el «Clásico» del miércoles en Barcelona. Por falta de seguridad física y jurídica, por el empeño del separatismo catalán en convertir el partido en una encerrona y por la inveterada tendencia nacionalista a señalar al club blanco como epítome de la España opresora. ¿Qué podría pasar si Florentino Pérez ordenase que sus jugadores no se presenten en el Camp Nou? ¿Que pierda tres puntos? Eso ocurrirá a poco que Messi afine la puntería, y en todo caso hay cosas más importantes en la vida. ¿Qué lo expulsen de la Liga? Nadie se atrevería; su dimensión es demasiado grande, demasiado trascendente en la competición y en el negocio, y además la intimidación de los radicales es lo bastante explícita para recurrir cualquier sanción ante la justicia convencional o deportiva. A cambio, la entidad daría un golpe sobre la mesa, un necesario «basta ya» de repercusión planetaria para desbaratar la operación propagandística y desenmascarar ante la opinión pública internacional la coacción independentista, cuya violenta hostilidad contra la convivencia democrática y pacífica es manifiestamente incompatible con su impostada actitud de víctima.

No sucederá. El presunto «conflicto» catalán se caracteriza por la asombrosa aceptación de la sociedad española del papel de payaso de las bofetadas, capaz de aguantar todos los ultrajes del soberanismo con melancólica resignación cristiana. Curioso conflicto éste en el que una parte hostiga y presiona –también a los catalanes que no comparten su proyecto de ruptura– y la otra se humilla y encaja. El auge de Vox tiene mucho que ver con el sentimiento de rabia de numerosos ciudadanos hartos de esa claudicante tolerancia, que alcanza el paroxismo cuando las instituciones del Estado, que han sufrido una sublevación, entregan a los sublevados la llave de la gobernación de España y asumen con remordimiento culpable la acusación de haber llevado a cabo una supuesta represión autoritaria. El nacionalismo chantajea, desafía, boicotea, amenaza, y el constitucionalismo se apoca, se achanta, se amedrenta y pone la cara para que se la partan.

Así que el Madrid irá a Barcelona, escoltado en el trayecto al estadio como si fuese Trump de viaje por un país islámico, y una vez allí, si consigue llegar a salvo, se someterá estoicamente a la ceremonia del agravio. Y las autoridades dirán que el deporte ha de estar al margen de la política y tal y tal mientras contemplan impávidas el tradicional aquelarre secesionista. Eso sí que es un clásico, la precisa metáfora de la normalización de una anomalía. Porque se ha convertido en normal que la nación agredida soporte la agresión tan contenta de ofrecer la otra mejilla.