ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Mi liberada:
Desde hace tiempo algunos miembros del constitucionalismo –Mercè Vilarrubias, Juan Claudio de Ramón o Joaquim Coll, entre otros– propugnan un cambio en la política lingüística española. Sus objetivos han acabado detallándose en el libro de Vilarrubias, Por una Ley de Lenguas (Deusto). En las primeras líneas del prólogo De Ramón avanza el porqué profundo del empeño y la ambición de su iniciativa: «El problema territorial español es un problema, ante todo, lingüístico (…) La clave del descontento reside en el perdurable deseo de un conjunto no desdeñable de ciudadanos españoles de disponer de un Estado propio para la lengua con la que se identifican». El singular diagnóstico no es exclusivo del prologuista, sino que la autora lo hace suyo nuclearmente. Su Ley de Lenguas no responde a una necesidad intelectual o jurídica, sino a la de afrontar y resolver un problema político. Los independentistas catalanes no pusieron en marcha el Proceso en razón de su pulsión xenófoba o del aluvión de mentiras sobre la supuesta discriminación a que los somete el Estado. Al parecer lo hicieron para que su lengua tenga un Estado. Vilarrubias no es independentista. De ahí que el Estado que ofrezca a los independentistas sea el Estado Español. Un Estado que hable sus lenguas y que con hablarlas se convierta, mágicamente, en su Estado. Un Museo del Prado que lleve la inscripción Prado Museoa y otras tres en su frontispicio.
No tiene interés que detalle el grado de ingenuidad de la propuesta ni lo que supone de sorprendente ignorancia de elementales mecanismos de la conducta nacionalista. Solo citaré el ejemplo de un país que es muy querido por la autora y su prologuista. En 1969 se aprobó en Canadá la ley que hacía del francés y del inglés lenguas oficiales y que según sus impulsores, Pierre Trudeau entre ellos, acabaría con la querella lingüística y por extensión con la reivindicación independentista. Pero la ley no impidió que en 1980 y en 1995 los quebequeses convocaran dos referéndums de autodeterminación y estuvieran a punto, en el segundo, de hacer saltar en mil pedazos la federación. En Canadá y en España hay ciudadanos que no quieren vivir con el resto de canadienses o con el resto de españoles. No quieren que el actual Estado sea plurilingüe; quieren su Estado monolingüe. Es perfectamente explicable, porque la lengua en manos del nacionalismo –otra cosa es en manos del mercado– tiene la misión de aglutinar en la diferencia, de ser aduana de la identidad y no pasaporte de la especie.
La razón de la xenofobia es compleja y quizá la única manera de combatir el nacionalismo sea encarar paciente y largamente a los xenófobos ante su rasgo. Exactamente lo contrario de lo que se ha hecho en España donde, después de cuatro décadas, la xenofobia ha alcanzado cotas altísimas de prestigio. Aunque disfrazada, obviamente, de hecho diferencial, de sentimientos inalienables o de cualquiera de esas retóricas por las que una idea maligna consigue camuflarse y vencer. Entre las modalidades de la xenofobia, la lingüística ha ocupado un lugar preponderante. Y lo ha hecho de manera sutil, casi inadvertida. Pensé que Vilarrubias iba afrontar este suceso clave de nuestra reciente historia sociolingüística, pero pasa por él –gravemente– de puntillas. La redacción en 1979 del punto 1 del artículo 3 del Estatuto de Cataluña («El catalán es la lengua propia de Cataluña») consagró el adjetivo propio referido a las lenguas regionales españolas. Luego, todos los estatutos necesitados lo imitaron. En el campo semántico de propia figuran exclusiva y natural. Decir que el catalán es la lengua exclusiva y natural de Cataluña implica asumir algunas cosas de gran importancia. La fundamental, que Cataluña es algo distinto de los catalanes. En 1979, como cuarenta años después, la lengua materna de la mayoría de los catalanes es el español. De lo que resulta un desacuerdo: el grupo de ciudadanos de lengua materna catalana encaja con la lengua del territorio, a diferencia de lo que sucede con el grupo –¡mayoritario!– de ciudadanos de lengua materna castellana.
La construcción lingüística de las comunidades autónomas se ha basado en una legitimidad predemocrática, en la convicción manifiesta de que las lenguas son –sí– de los territorios antes que de las personas. En Cataluña, singularmente, la consecuencia ha sido taxativa: la organización lingüística de la escuela y los medios se ha hecho al margen de la lengua materna mayoritaria de sus ciudadanos. A ello hay que añadir el efecto de aplicar propio a una de las lenguas de una comunidad bilingüe: para cualquier nacionalista lo principal de propio es lo impropio. En su ensayo Vilarrubias objeta tímidamente contra el adjetivo propio señalando que tal vez habría sido mejor el uso de autóctono. Autóctono sigue diciendo que la lengua es del territorio. Pero lo sorprendente es que su Ley de Lenguas no se plantee en ningún momento la reconsideración de este asunto fundamental. No solo no se lo plantea, sino que su propuesta incluye que las lenguas regionales sean también «propias del Estado junto con el castellano». La cuestión de cómo una lengua puede ser propia (natural, exclusiva) de Cataluña y al mismo tiempo natural y exclusiva del Estado la dejo a expensas de que la ensayista aclare en próximas ediciones los fundamentos de su lógica.
Nuestra autora tiene también un plan para la lengua impropia de las comunidades. El plan del 30 por ciento: la cultura, la educación, el perfil del funcionariado deben estar veteados de lengua impropia al menos en un 30 por ciento. Es decir, que la inmersión lingüística catalana debería dejar paso a un modelo educativo donde el 30% de la enseñanza se realizara en castellano. ¡Parece un avance! Sin embargo hay una difícil pregunta a la que no he encontrado respuesta en el libro. Un 52,7% de catalanes tiene el castellano (un 31% el catalán) como lengua materna. ¿Cómo podría explicar Vilarrubias la impropiedad del 22,7 que va desde su propuesta del 30% castellano hasta la realidad estadística de un 52,7%, de catalanes de lengua materna castellana? No podría. No podría sin asumir hasta qué punto su libro legitima desde un constitucionalismo supuesto el marco mental nacionalista.
Vilarrubias está encantada con los modelos lingüísticos suizo y canadiense. Tienen una característica, en oposición al español: la inexistencia de una koiné o lengua común. En páginas tristemente memorables la autora desprecia el valor moral, económico y práctico del castellano como lengua común. En el «nuevo relato» que plantea su Ley «el castellano es la lengua común de aquellos que así la sienten [!], pero no es la lengua común de todos». Su problema profundo no es lo que dice del castellano, sino lo que dice de lo común. Sin embargo, la apoplejía conceptual no es más que el agravamiento del problema que desencadenó el propio Estado cuando empezó a hablarle a los españoles en otra lengua distinta del español. Mi DNI, por ejemplo, tan correctamente bilingüe. Fue el momento en que se hizo doctrina oficial del Estado el valor simbólico de la lengua. La lengua no solo servía para comunicar sino que debía también complacer. Lo que se legitimaba no es que catalanes, gallegos o vascos no entendieran, sino que no quisieran entender. Hasta hoy. Cuando la clase política nacionalista catalana habla en público hay quien ve en su castellano los efectos devastadores de la inmersión. ¡Quia! Sus errores, sus descuidos, son perfectamente deliberados. El castellano sioux que hablan es una decisión política. Hace tiempo que, gracias a la complacencia, desconectaron de la gramática común.
Ni en la Constitución ni en ningún Estatuto se dice del español que sea lengua propia de alguien. La razón es que es la lengua del otro, Vilarrubias.
Sigue ciega tu camino
A.