REVISTA DE LIBROS 08/01/15
JAVIER RUPÉREZ
Las cinco décadas de dictadura castrista en la isla caribeña pasarán a la posteridad como la historia de un gigantesco y terrible fracaso. Cuando todavía no se ha escrito «El libro negro de la Cuba socialista» que, a imagen y semejanza del El libro negro del comunismo que hace unos años nos puso al corriente de las espantosas cifras en que se resumía la experiencia de los setenta años del paraíso marxista leninista del proletariado en la Unión Soviética, cualquiera que no tenga permanentemente puestas las oscuras anteojeras del progresismo sabría definir en qué se resumen las andanzas de los hermanos Castro y de sus conmilitones. Es un país que ha perdido más del diez por ciento de su población como consecuencia del exilio político y económico al que se ha visto forzada su ciudadanía, de la que una y otra vez hemos sabido sus desesperados y a menudo trágicos intentos para escapar de la misérrima prisión tropical. No ha tenido nunca el régimen empacho en encarcelar o asesinar a disidentes y/o adversarios, en números todavía no suficientemente conocidos pero que pueden alcanzar los millares. Como tampoco lo tuvo en sacrificar vidas cubanas, probablemente también por millares, en aventuras militares africanas que ordenaba la Unión Soviética. Mientras lo que quedaba de la población local se veía sometida a la drástica precariedad de una economía que apenas permitía evitar los zarpazos del hambre, el castrismo alentaba revoluciones y algaradas en medio mundo, y muy particularmente en Iberoamérica, donde siempre que pudo exportó la mística y el comportamiento matón que tanta y tan desgraciada ascendencia ha tenido y sigue teniendo sobre los Maduro, Chávez, Morales, Correa, Ortega y Kirchner que en este mundo son o han sido. Y, mientras tanto, una delirante e incompetente gestión económica dejaba reducida a cenizas la infraestructura de la isla, convertida en recurso gráfico para los que intentaban imaginar la cara del mundo después de sufrir una explosión atómica.
Aunque todavía incompletos, son suficientes los medios de los que los interesados disponen para comprender el desastre castrista. Los más aventurados pueden visitar la isla para comprobar que sus bellezas naturales sólo están al alcance de los extranjeros. Y pasear su dolorido asombro por la mugre habanera, apenas recuerdo de lo que clásicos y castizos habían considerado la «perla de las Antillas». Los que prefieran el solaz de la lectura, y entre tantos otros títulos, pueden sumergirse en las páginas de El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, para comprender el abismo de abyección a que Fidel y Raúl –tanto monta, monta tanto– han sumergido a los habitantes del injustamente maltratado lugar. No ya las leyes elementales del funcionamiento democrático, que también, sino pura y simplemente las más urgentes consideraciones para los derechos inalienables de la persona han sido objeto de sistemática e invariable violación por los truculentos hermanos y sus agentes.
Y, sin embargo, la Cuba castrista viene gozando desde el comienzo mismo de su existencia de una generalizada patente de corso. La mística revolucionaria del primer Fidel, supuesto paladín de los desheredados de la tierra en la lucha contra el imperialismo yanqui, no ha dejado nunca de estar presente entre propios y extraños, tiñendo los excesos del régimen de un manto púrpura de comprensión que todo ocultaba y todo justificaba. El castrismo, nunca exento de habilidad comunicativa, supo pronto convertir las derrotas en victorias, los disidentes en traidores, los exiliados en «gusanos» y los Estados Unidos en el compendio de todos sus males. Así, lo que había comenzado con una pelea en el complicado y grave contexto de la Guerra Fría, desembocó en una tozuda incomunicación que los isleños del exilio mantuvieron como fuego sagrado en su patria de adopción, los Estados Unidos, mientras que la revolución se acomodaba a sus varias supervivencias bajo el continuo reclamo contra la supuesta o real agresión imperialista. Washington procuró el aislamiento político y económico del régimen caribeño a través de medidas diplomáticas y financieras –entre ellas el «embargo», con limitadas ramificaciones frente a terceros que no lo practicaban, convertido en el «bloqueo» del vocabulario dictatorial, insensiblemente adoptado por una buena parte de la ciudadanía iberoamericana– que parecían haberse transmutado en dogmas pétreos de la política exterior norteamericana. Y mientras el victimismo conformaba la columna vertebral de los sátrapas habaneros, sus indudables habilidades posicionales les permitían transitar casi sin solución de continuidad de la moribunda Unión Soviética a la Venezuela chavista, transformando relaciones que, en manos de menos arteros practicantes de la impostura internacional, habrían sido calificadas como de subordinación en otras en que el socio minoritario acababa por hacerse con la parte fundamental del negocio. La manera en que la pequeña y empobrecida Cuba ha colonizado a la grande y rica Venezuela en los años transcurridos desde que Chávez llegó bolivarianamente al poder merece un detallado análisis multidisciplinar. De cosas menores están hechos los milagros.
Con los tiempos han cambiado algunas cosas significativas. La percepción que las segundas y terceras generaciones de cubanos nacidos en Estados Unidos tienen con respecto de su patria de lejano origen, por ejemplo. En las elecciones de 2012, sin ir más lejos, la candidatura demócrata de Obama tuvo más votos en las zonas pobladas por cubanos en Florida que los conseguidos por su rival, el republicano Mitt Romney. Era la primera vez en cincuenta años que un demócrata obtenía la delantera en ese feudo, tradicionalmente republicano. O la cada vez más amplia disposición de sectores financieros y políticos estadounidenses, tanto a derecha como a izquierda, para arrojar pelillos a la mar e iniciar una nueva etapa en unas relaciones distintas, marcadas por la liberalidad política y económica, por ejemplo. Algún distinguido profesor universitario –Richard Feinberg, de la Universidad de California en San Diego, con su Soft landing in Cuba?, informe publicado por la Brookings Institution, es una buena muestra– llega incluso a favorecer los deseos de reabrir la isla al comercio norteamericano con la peculiar tesis de que Raúl, el menor de los hermanos, en sus jóvenes ochenta y tantos años, ha llegado ya a establecer una sólida clase media en lo que fuera economía de subsistencia castrista. Es muy visible el subtexto ideológico del proyecto, próximo a un reconocimiento de errores en el tratamiento que la potencia conservadora dominante habría deparado al país progresista, pero identificable con el reparto de papeles –los malos en Washington, los buenos en La Habana– que la erosión debida al tiempo parece haber depositado en algunos círculos de influencia en los Estados Unidos.
Por no hablar de los temblores sentimentales que el caso cubano agita en el seno de los países iberoamericanos, en la práctica todos ellos, que, sin distinción de ideologías, han venido clamando durante al menos las dos últimas décadas para normalizar las relaciones con la isla caribeña e integrarla de nuevo plenamente en la delicuescente fraternidad continental de la Organización de Estados Americanos (OEA), que expulsó al país de su seno en 1962, cuando el posicionamiento prosoviético de La Habana coincidió con las proclamas marxistas-leninistas de sus gobernantes. Cuál no habrá sido el desplazamiento diplomático en los años transcurridos desde entonces que, cuando en 2009 la misma OEA anunció el abandono de la decisión de 1962, abriendo la puerta para que Cuba «conversara» su reingreso, fue La Habana la que, con displicencia y un tanto de menosprecio, anunció que ya no estaba interesada en retornar a un espacio caduco. Bien es verdad que la OEA sigue manteniendo como programa básico la Carta Democrática Interamericana, cuya firma es indispensable para pertenecer a la Organización y cuyos supuestos hoy no podrían ser suscritos por la Cuba tardocastrista. En puridad de doctrina, tampoco por la Venezuela bolivariana, la Bolivia que no lo es menos y, seguramente, por el Ecuador alineado en la misma teología. Pero eso es otra historia.
Aunque la realidad sea notablemente más compleja, como viene ampliamente demostrando el profesor Eusebio Mujal León en sus incisivos apuntes sobre la realidad cubana contemporánea, no sin verdad podría concluirse que en la pelea político-diplomática entre los Estados Unidos y Cuba, era esta última, pobre y aislada, la que tenía una parte de razón para cantar victoria. La de la Revolución, se entiende, que para el sistema los ciudadanos y sus desventuras cuentan poco o nada. «Patria o muerte, venceremos» seguía siendo hasta hace pocos días, y quién sabe si no seguirá siéndolo, la consigna invariable de la inconmovible dictadura. Incluso la Iglesia cubana, conspicuamente dedicada a la práctica de un posibilismo siempre lejano del martirologio, ha contribuido con su visión estratégica, de la que excelente muestra son las visitas de Juan Pablo VI y Benedicto XVI a la isla, a que el régimen ateo se recostara en un colchón de limitada respetabilidad tendido sobre el olvido de cristianos que basaban en el Evangelio su reivindicación democrática.
Es en ese panorama en el que debe situarse el anuncio del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y Cuba simultáneamente realizado por Barack Obama y por Raúl Castro el 17 de diciembre de 2014. Había espías olvidados que intercambiar y temas humanitarios que resolver, qué duda cabe, y ambos temas servirían de adecuado acondicionamiento a lo que aparece como una voluntad compartida de distensión. Pero en el trasfondo, y aunque sea el estadounidense el que lo expresa de una manera más directa, se percibe la razón última de la decisión: en bien de todos, conviene cambiar las reglas del juego, y este es el momento posible para hacerlo. Posible para Obama, que ya en la recta final de su segundo mandato, poco tiene que preocuparse de otra cosa que no sea el «legado», y la normalización de relaciones con Cuba está en las señas de identidad de un presidente que se ha querido izquierdista y pacificador. Posible para Raúl Castro, seguramente consciente de que la bicoca del barato petróleo venezolano estaba llegando a su fin y, según dicen los entendidos en «castrología», rama esta del saber tan intrincada como en su momento fue la «sovietología», interesado en buscar alguna salida honorable al callejón sin salida político, económico y social en que se encuentra la isla después de más de cinco décadas de fraternal satrapía. Pareciera como si en la percepción pública predominara la idea de que han sido los estadounidenses los que pierden en el envite, al que se habrían visto abocados por un cúmulo de adversas circunstancias resumidas en lo que Obama describió como «la constatación del fracaso de una política mantenida durante cincuenta años». Pero los fuegos de artificio del Castro menor, presentando el tema como otro triunfo de la Revolución eterna, tienen poco recorrido. Tuvo Fidel varias veces a su alcance la posibilidad de encontrarse donde ahora se halla su hermano Raúl y no se decidió dar el paso porque no sabía cómo administrar sus consecuencias y porque, como bien hace en recordar Carlos Alberto Montaner, «contra los estadounidenses se vivía mejor». Este puede ser el comienzo de una etapa en que la pelota, por primera vez en decenios, se encuentra en el campo del castrismo irreductible, que ya no tendrá la excusa de los malvados yanquis para explicar sus incompetentes barrabasadas ni podrá recurrir como escape a la granada y pesada artillería antiyanqui en la que el régimen ha centrado lo mejor de sus capacidades literarias. Y aunque sea sólo por eso, bienvenida sea la discreta y exitosamente gestada decisión.
Conviene, sin embargo, no cantar apresurada victoria. La también irreductible fracción cubano-estadounidense en Florida, cuyos terminales políticos en el Congreso de Washington alcanzan tanto a los demócratas –Bob Menéndez– como a los republicanos –Marco Rubio, Ted Cruz, sin olvidar al activo Lindsay Graham– ya han anunciado que recurrirán con todas las armas a su alcance para boicotear la decisión presidencial, tanto por lo que se refiere al establecimiento de relaciones diplomáticas –negando los fondos para abrir la embajada, rehusando la confirmación del embajador– como oponiéndose a derogar las disposiciones del embargo contenidas, entre otras, en la Ley Helms-Burton. Sería una pena que esa lucha partidista enturbiara los posibles alcances de una decisión acertada, devolviendo de nuevo a los castristas la pólvora hoy mojada e impidiendo contemplar las consecuencias que una normalización de relaciones podría tener en la evolución de Cuba en el inminente e inevitable poscastrismo. Porque, salvando todas las distancias, que indudablemente las hay, ¿dudaría hoy alguien de las beneficiosos réditos que para la historia de la España posfranquista tuvieron las normalizaciones diplomáticas y políticas de la España autoritaria con los Estados Unidos, y con el Vaticano, y con las entonces Comunidades Económicas Europeas, y con sus países miembros? La lectura atenta del reciente y excelente Franco, debido a la pluma de Stanley Payne y Jesús Palacios, viene a corroborar, por si necesario fuera, cómo la historia recurre a renglones torcidos para, en momentos emborronados, marcar el camino para la recuperación popular de la democracia. Y los cubanos tienen derecho a ella. Como en su momento lo tuvieron y adquirieron los españoles.
Quedan, pues, muchos hilos sueltos y ni los estadounidenses –en el laberinto de su sistema constitucional– ni los cubanos –en el crepúsculo del castrismo declinante– tienen a su alcance todas las claves para conjuntarlos. Porque, mas allá de lo que pueda ocurrir con la Ley Helms-Burton y temas conexos, cuestión que ocupará buena parte de la atención internacional en los próximos meses, los cubamos estarán ya imaginando cuáles pueden ser las claves de su futuro deseablemente reconciliado y en libertad. ¿Cuál es la fecha de caducidad del comunismo tropical? ¿Cuáles son las posibilidades de reconciliación entre los que se quedaron y los que se vieron obligados a irse, entre los que mataron y los que sobrevivieron a la hecatombe, entre los que mandaron y los que no tuvieron más remedio que obedecer? ¿Tendrá Cuba, al modo sudafricano o chileno, una comisión de la verdad, o más bien se acogerá a un proceso legal y social de perdón y amnistía a la española? ¿Cabrán de nuevo todos los cubanos en Cuba?
Son muchos los que se han apresurado a calificar de «histórico» el paso, comparándolo, con algo de razón, al dado por los Estados Unidos al establecer relaciones con la China comunista en 1979. Y es que, sin recurrir a las grandes palabras, sí resulta cierto lo evidente: estamos ante una decisión que puede introducir en el ámbito de las relaciones interamericanas, y en gran parte de las internacionales, una nueva y positiva dinámica. Cabe desear que los guardianes del pasado que anidan en uno y otro campo de batalla reconozcan la promesa del reto del presente y se presten a preparar otro futuro mejor. Sin falsas ilusiones. Pero también sin torcidas intenciones. Se lo merecen quienes de manera tan sigilosa como eficiente en Washington, La Habana, Roma y Ottawa han intervenido y mediado para que fuera posible lo que el momento consideraba deseable. Y que los que no se han enterado de lo que se avecinaba –Bob Menéndez, The New York Times, Maduro y algún otro que por ahí anda lamentándose– tengan la grandeza de ánimo para comprender que no siempre el ágora es la manera más eficiente para solucionar embrollos. Vir sapiens, pauca loquitur.