Juan Carlos Girauta-ABC

  • Apenas hemos tenido tiempo de respirar entre la crisis de 2008 y la de 2020, que exhibe caídas en el PIB como apenas ha visto ningún español vivo

Enfrentarse a esta pandemia entraña dificultades extraordinarias para cualquier país. Quienes valoraron como un éxito ciertas estrategias heterodoxas -en Reino Unido o Suecia- pronto tuvieron que plegarse a la evidencia: la escalada implacable de las cifras temidas y la sucesión de olas de espanto. Hace un año ya andaba preocupado con el virus cualquiera sin agenda sectaria que defender. Lo de ahora, la constatación de que el monstruo se ha convertido en nuestra odiosa sombra, nos coge exhaustos y desalentados. Solo la vacuna luce como una esperanza, aunque llena de adversativas que no querríamos oír, rebajada por la amenaza de mutaciones, incógnitas, plazos que se dilatan, suministros que escasean. Fallos y más fallos. Nadie puede ponerse una medalla. Salvo Israel.

Pero de todas las formas erróneas, duras o blandas, en que se podía enfrentar el problema, España vuelve a llevarse la palma de lo pésimo. Todos los hechos miran en la misma desesperante dirección, siendo el principal que la crisis económica resultante de la sanitaria sea más honda aquí que en ningún otro país industrializado. Eso no se explica por un solo factor, para decepción de simples. Destacaremos tres.

A una economía dependiente del turismo, que explota sus calles efervescentes, sus terrazas, su alegre bullicio, sus restaurantes, bares y tiendas, le dañan más que a las otras los confinamientos, los toques de queda y las restricciones en los locales.

España sobrerreacciona a las crisis, por desgracia, y a las recuperaciones, por fortuna. Pero apenas hemos tenido tiempo de respirar entre la crisis de 2008 -que duró diez años y dejó secuelas- y la de 2020, que exhibe caídas en el PIB como apenas ha visto ningún español vivo. No hubo casi tiempo de subirse a la bonanza, y de eso nadie es culpable. Pero sí lo hubo, y no se aprovechó, para corregir la dualidad laboral, la brecha -o mejor el muro- que separa a los trabajadores fijos de los temporales. Porque resulta que dicha escandalosa dualidad ha sido hace tiempo identificada por los especialistas como causa principal de la desgraciada excepción española: una nación industrializada, cuarta economía del euro, que cada vez que pintan bastos se va a índices de paro por encima del doble de la media europea. Datos del todo impropios del espacio al que pertenecemos.

La crisis sanitaria española es posiblemente la más grave del mundo. Poseemos el récord de sanitarios infectados, superando los cien mil. Otra amarga marca es el exceso de muertes, que supera las ochenta mil desde marzo. Cuando el gobierno se aseguró la anómala duración del estado de alarma, cabía una excusa: podría ser necesario tomar decisiones rápidas y centralizadas dado lo excepcional de la situación. Ahora sabemos que se trataba de otra cosa. Algo demencial, en realidad: que nadie pudiera decidir nada mientras ellos tampoco decidían. No fueran a compararles.