Cristian Campos-El Español
En la lista de las diez ideas más dañinas de la historia figura destacada «lo personal es político», popularizada por la feminista Carol Hanisch en su ensayo del mismo nombre publicado en 1970. En él, Hanisch dice que no existen problemas personales, sólo colectivos. «No hay soluciones personales, sólo hay acción colectiva para una solución colectiva» afirma en el libro.
Es difícil glosar en una columna breve como esta el daño provocado por una idea tan corrosiva.
Según Hanisch, pionera del infantilismo elevado a rango de filosofía vital, no existen responsabilidades personales, sino únicamente culpas globales (aunque personificables en individuos concretos: los hombres). Tampoco existen los fracasos personales o los inadaptados y los ventajistas sociales, sino sólo víctimas del statu quo. De lo que se deduce que, dado que todas las culpas son colectivas, así como lo son sus soluciones, la esfera privada del individuo debe desaparecer y ser sustituida por lo social.
Es una idea que aplaudirán los totalitarios de todas las sectas. Ya lo hacen de hecho y ahí está Podemos reivindicando una y otra vez la idea de Hanisch. Su tesis de que lo personal es político nos devuelve a esa fase primitiva de las sociedades humanas en la que no existía lo que ahora llamamos esferas, sino sólo una batalla despiadada por el poder entre actores sociales.
Es decir, lo que popularmente conocemos como la ley de la selva.
En esas sociedades primitivas, la religión era prácticamente indistinguible de la política y la vida privada apenas era considerada como tal. En esas sociedades, las normas sociales no regulaban espacios estancos, sino que pretendían imponerse a todos los ciudadanos en todas las circunstancias. Tampoco existían los espacios personales dado que estos estaban regidos por las mismas reglas que regían los colectivos.
La Ilustración y la llegada de las sociedades modernas, y más en concreto de las democracias liberales, acabó con ese tótum revolutum. En las sociedades modernas, las responsabilidades son individuales, salvo delito, y la religión opera en su ámbito, la política en el suyo (un ámbito, eso sí, cada vez más amplio) y lo personal, en el suyo.
Como regla general, los tres ámbitos se mantienen relativamente estancos y con los espacios de solapamiento mínimos y de rigor. Y si alguien decide, a título personal, que una o dos de esas esferas se inmiscuyan en la tercera es libre de hacerlo siempre y cuando eso no interfiera en el espacio personal del resto de los ciudadanos.
Todo eso ha muerto hoy porque los Estados modernos andan borrando a pasos acelerados las fronteras entre esferas. El cristianismo, la religión dominante en Occidente durante los últimos 1.500 años, está en trance de desaparición y como en las sociedades humanas no existen espacios vacíos, su lugar ha sido ocupado por el más rápido en llegar. Que en este caso ha sido la política. Es decir, la ideología.
Que la política se haya desdoblado ahora en una doble vertiente (la estrictamente política y la religiosa) quiere decir que el Estado no se limita ya a organizar la vida en sociedad para que no nos matemos por las calles y todos tengamos la posibilidad de disfrutar de un bienestar razonable (ese es el mínimo que debería garantizar un Estado y el resto es okupación de espacios ajenos), sino que ha asumido la tarea de convertirnos a todos en mejores personas. En ciudadanos moralmente correctos.
Es cuestión de tiempo que la política/religión acabe por tanto ocupando el único espacio que le queda por conquistar, el del ámbito de lo privado, y se complete nuestro retorno a una sociedad primitiva sin esferas diferenciadas.
Las pistas de esa deriva están por doquier. Porque la política/religión ha infectado ya todos los espacios que antes permanecían ajenos a ella y ahora todo es político. El deporte. Lo que comes. Cómo vistes. Qué le regalas a tus hijos. El sexo, por supuesto. Qué películas ves y, más importante aún, cuáles te niegas a ver. Las vacunas. Qué opinas de la inmigración, de la okupación, del cambio climático, de la digitalización, de China, de los solomillos y hasta de los osos panda, esos funcionarios del reino animal.
Todo tiene ya una interpretación política. El virus de la política lo ha infectado todo hasta el punto de que resulta relativamente fácil saber qué opina alguien sobre la energía nuclear, la meritocracia en el sistema educativo o la gestación subrogada a partir de su opinión sobre el caso de Simone Biles.
Este es, en fin, un mundo más pequeño, más represivo, más opresivo. Con menos autonomía personal, con menos espacios de desahogo, con menos esferas privadas en las que descansar de la asfixiante presión de esa política/religión que todo lo impregna y todo lo condiciona. Es un mundo más triste, más aburrido y menos libre.
El problema para Occidente es que nos aproximamos cada vez con mayor rapidez a ese momento en el que los ciudadanos occidentales nos veremos enfrentados a un dilema inescapable. ¿Y qué nos ofrece el leviatán estatal a cambio de nuestra libertad personal?
Y ahí tiene todas las de ganar China. Pero ese es tema para otro artículo.