Lo previsto y lo peor

FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD – 14/03/16 – EDUARDO ‘TEO’ URIARTE

Eduardo Uriarte Romero
Eduardo Uriarte Romero

· La semana pasada un historiador del CESIC, inmerso en un trabajo sobre el parlamentarismo en los primeros años de democracia, me informó que el del aquél entonces era de mayor nivel que el actual, por una razón principal: la mayoría de los diputados provenía de profesiones ajenas y no de los aparatos de los partidos apenas creados, lo que les dotaba de mejor bagaje de conocimiento y les apartaba de comportamientos sectarios. Una minoría, además, procedía de una experiencia acumulada de sacrificios personales, como cárcel y exilio, lo que les llevaba a superar mediante el encuentro aquellas circunstancias desgraciadas. Fue significativo que el diputado de discurso más profundo en el debate de la Ley de Amnistía fuera del PCE, en muchas ocasiones encarcelado, Marcelino Camacho. Las formaciones políticas recién creadas y sus representantes no eran lo que hoy son. Buscaban soluciones mediante la política, no conflictos.

Los partidos con el tiempo han cambiado, el reciente debate de investidura produciría repugnancia a cualquiera que hubiera conocido o participado en la Transición, y también preocupación, porque el hecho de vetarse unos a otros y rechazar el encuentro puede suponer el anuncio del fin de la democracia del 78. Máxime cuando el que protagoniza el rechazo a dialogar con el otro partido histórico es un partido fundamental en el nacimiento de éste sistema político.

Determinados hechos protagonizados por el PSOE, sin límite en la agresión dialéctica al PP, y el desconcertante inmovilismo burocrático de éste, han favorecido que el desenlace de la pasada sesión de investidura se convirtiera, además de un fracaso de ambos, en una amplia brecha aprovechada por las formaciones antisistema, bien de izquierdas o nacionalistas, para su acción de propaganda. Si el aprovechamiento de la situación por parte del populismo no ha sido mayor, y no ha podido capitalizar el fracaso cosechado por el PSOE y el PP es porque, vistas las circunstancias que les permitía cualquier exceso, se han pasado en el mismo. La sobreactuación les ha perdido.

Y lo tenían muy fácil. Sólo debían poner en evidencia lo que desde hace tiempo se está produciendo: “Ved qué deleznable sistema y Constitución tenemos que ni sus creadores se dirigen la palabra para algo tan esencial como es promover un gobierno”. Si el discurso populista tiene hoy tanto refrendo es porque los dos viejos partidos, no con la misma responsabilidad, han creado las condiciones y removido los cimientos políticos. No sólo ha sido la crisis económica la que nos ha traído la contestación al sistema, aunque la haya acelerado. Tampoco, y en ningún caso, las carencias de la Constitución, sino el comportamiento de los viejos partidos. El actual impasse no es un hecho circunstancial.

La dialéctica destructiva observada en el reciente debate viene de lejos. El relativismo cultural y político global se encuentra en España favorecido por la inexistencia de un discurso que consolide los referentes políticos esenciales de todo sistema. El nuestro desde el principio no es discursivo, consecuentemente no es deliberativo, coherentemente no existe costumbre política –como la concibiera Tocqueville- en la sociedad, por lo que los populismos actuales disponen de un espacio muy adecuado para sus demagógicos discursos. Es más, en las contadas ocasiones que las formaciones que fundaron nuestra convivencia política emiten discurso, éste suele ser crítico con el sistema. Incluso líderes del PSOE han calificado a nuestra democracia de baja calidad. La derecha no va muy lejos en su auxilio y amparo, se suele conformar con un discurso levemente legitimador, fundamentalmente basado en cuestiones anteriores al sistema actual, como los valores tradicionales y esenciales de España y algunas de sus instituciones, no tanto en la legitimación de su reformulación por la Constitución del 78. Por otro lado los últimos cuatro años se han caracterizado, en un momento de necesario liderazgo, por su silencio y la pasividad política.

Probablemente la desaparición de un discurso legitimador y básico de nuestro marco político tenga que ver con la pronta desaparición de su principal impulsor, la UCD. La limitadísima función política del jefe del Estado, que limita los discursos de cohesión nacional, como hacen los presidentes vecinos, y la simplista ideología pragmático-sindicalista en el seno del PSOE, salvo en la época presidida por González, y el frágil discurso de la derecha. Los mitos (referencias) para el sostenimiento del sistema no existen, están mal vistos, frente a los “abundantes y sagrados” de los nacionalismos identitarios. Es ciertamente coherente que en un sistema sin discurso político se incremente, de una manera llamativa, el burocratismo y la carrera del político profesional. Para colmo, tal como está reglamentado el parlamentarismo en España la deliberación se hace muy difícil, y siendo la política deliberación ésta se hizo innecesaria: políticos sin política.

También ante el débil discurso legitimador del sistema, acosado por los discursos de los nacionalismos, surge como fenómeno reciente una concepción identitaria en la izquierda. Los mitos recreados del enfrentamiento pasado, al que renunciaron sus líderes en la Transición, la ha ido transformando en la última década, cerrándose en sí misma y erigiendo su propia muralla. La creación de diferentes nacionalismos y los bloques de la izquierda sobre mitos identitarios están rompiendo el espacio republicano de la política. Pues encierran y escinden en diferentes guetos a la ciudadanía, a la que liquida, y desaparecen los hitos comunes de la revolución liberal, libertad, igualdad y fraternidad. No sólo los nacionalismos rompen el “demos”, el encasillamiento de la izquierda nos conduce hacia una sociedad desarticulada para la democracia. Fenómeno en la izquierda, como planteó en sus inicios Podemos, dirigido a la ruptura y el enfrentamiento, tan duramente simbolizado en la mención a la cal viva. La nación no puede ser un concepto discutido y discutible, salvo que volvamos a optar por el enfrentamiento.

¿Pero, la actual idiosincrasia en la izquierda era así o ha sido promovida?, ¿ha sido simplemente la supeditación a ideologías de sesgos populistas, nacionalistas o izquierdistas, o se fueron formulando gestos que producían un desparrame de discursos para el conflicto? Parece ser que la actual idiosincrasia de la izquierda ha sido paulatina y artificiosamente creada. En fechas recientes diferentes autores observan la asunción del conflicto, frente a la dialéctica política en una democracia, como mecanismo para asegurar el bloque identitario de adeptos, más que electores, y promover así una adhesión más propia del Antiguo Régimen.

En este sentido rotundamente lo formula Víctor Lapuente Giné (“Pastores o Borregos”, El País, 9,2, 2016). “El nuevo político concentra sus esfuerzos en los temas que fracturan a la sociedad en dos bandos para dejar claro que él es el líder de uno. Cuanto más se hable de lo que nos divide a los españoles, y menos de lo que nos une, mejor…” Por este procedimiento se busca una muralla que encierre a los propios y se exacerba la controversia con los otros, procedimientos que contradicen los límites del funcionamiento democrático. Y aunque el autor se ciña principalmente a Podemos es muy difícil negarse a reconocer ese comportamiento en el mismísimo PSOE.

Mecanismo, el de la creación del conflicto, basado en elementos más sentimentales que de la racionalidad que debe presidir la política, como lo del abuelo fusilado, la memoria histórica, no para la Historia sino para la emoción de los propios, la culpabilización del otro ante hechos, como el 11M, que exigirían cohesión nacional, promoviendo según Gil Calvo (“Del Empate al Impasse”, El País, 12, 2, 2016) “…esa misma sed de venganza que, transmitiéndose generacionalmente de padres a hijos, hoy han heredado algunos partidos emergentes simbolizados por Podemos, que han asumido el imperativo justiciero de la ira popular para aplicarlo por igual a toda la casta oligárquica. ¿Logrará Sánchez revertir tan fatídico legado?”.

Evidentemente no, pues él mismo es el resultado y actor de esa preocupante deriva en la que lo importante es el enfrentamiento con la derecha, identificando a los nuestros como los del progreso o los del cambio, y a la derecha con el inmovilismo, la creadora de todos los problemas, incluido el catalán, y, en general, con toda maldad. Es significativo que el recientemente elegido secretario general de la UGT, tras el éxito de la concepción encasilladora de lo identitario, realice un discurso primitivo de clase, el de ellos y nosotros -cuando el sindicalismo es fuerte mediante la colaboración- y asume como progresista el “derecho a decidir”. Otra prueba más del desmoronamiento de la política en nuestro país.

Todo sistema debe disponer, según el profesor Antonio del Moral (“Representación y Regeneración Democrática”), un equilibrio entre consenso y escisión, pero con limites: “demasiado consenso mitiga la imposición de responsabilidad a las élites y una fuerte escisión pone en peligro la democracia”. Debe darse lo que Parson llamó “una polarización limitada de la sociedad”. Y añade, “para que la democracia funcione bien y sea estable es esencial un partidismo abierto y moderado”, situación que echamos de menos.

Es evidente que el impasse político producido en el debate de investidura tenía sus profundas causas desde tiempo atrás y a la vista de todos, donde los acuerdos más razonables, como ante la Ley de Educación, se habían convertido en tareas imposibles. La reforma constitucional no es tan imprescindible como la refundación de los viejos partidos, que necesitan, especialmente el socialista, abandonar   el encastillamiento identitario.

FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD – 14/03/16 – EDUARDO ‘TEO’ URIARTE