DAVID JIMÉNEZ – EL MUNDO – 15/11/15
· Durante algún tiempo recorrí escuelas coránicas de Afganistán, Pakistán o Indonesia, movido por mi incapacidad para entender el terrorismo islámico. Había cubierto para el periódico atentados en los tres países y entrevistado a sus víctimas. Quería saber qué llevaba a alguien a ponerse un cinturón de explosivos, entrar en una discoteca y masacrar a personas de las que no conocía nada y que nada le habían hecho.
Encontré una respuesta en Al Mukmin, un centro javanés donde padres sin recursos dejaban a sus hijos para que recibieran una formación islámica. Todo se podía explicar en una palabra: miedo. Más allá del Corán o la virtud, lo que se trataba de inculcar a los alumnos era miedo. Miedo a Occidente, que según los maestros quería destruir su comunidad. Miedo a los estadounidenses, que buscaban ultrajar a sus madres y hermanas. Miedo a todos los que no fueran musulmanes, que conspiraban para aplastar su religión. Poco a poco, aquellos chicos –no había, por supuesto, niñas– aprendían a deshumanizar al enemigo imaginario. Y así hasta que, convertido en real, se convencían de que había algo heroico en eliminarlo.
El niño había sido transformado en terrorista.
La eficacia del adoctrinamiento quedaba demostrada en el hecho de que la mayoría de los participantes en la masacre de Bali, donde murieron más de dos centenares de personas en 2002, hubieran estudiado en la escuela Al Mukmin. No había improvisación alguna en los esfuerzos por levantar aquella fábrica de extremistas, pero sí ideología. Totalitaria, en su determinación de imponer su religión al resto del mundo; racista, en la creencia de que estaban tocados por una pureza inalcanzable para otros creyentes; y fascista, en su ambición de consolidar un poder absoluto donde la razón debía someterse a los líderes supremos. Estos organizaban los atentados suicidas, pero nunca se presentan voluntarios para el martirio. El paraíso, para ellos, siempre podía esperar.
Precisamente porque es una ideología, y se transmite desde la infancia, el islamofascismo es tan difícil de erradicar. En los últimos años se ha alimentado por las guerras, las desastrosas intervenciones de los aliados en Irak, Afganistán o Siria y las frustraciones de una primavera árabe que nunca fue. Pero también por el avance de lo que Salman Rushdie describe como «una versión paranoica del Islam», que culpa de todos los males a los infieles, aísla sus comunidades herméticamente para que no sean contaminadas y busca alterar los valores de sociedades que desprecia, algo que jamás podrá lograr en un país como Francia.
Los ciudadanos de París que el viernes salieron del Estadio de Francia cantando La Marsellesa, mientras la capital se encontraba en estado de sitio y sus compatriotas morían acribillados, estaban diciéndoles precisamente eso a los autores de los atentados: sois muy poca cosa frente al pueblo que redactó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789; vuestros iluminados resultan insignificantes en el país de Juana de Arco, De Gaulle, Pasteur o Voltaire; los crímenes de los que tan orgullosos os sentís son incapaces de alterar las bases de la República. «Podéis hacernos daño, sí, pero no tenéis ninguna posibilidad de ganar», parecían cantar los franceses en su marcha triste y orgullosa.
Sentí algo de envidia mientras veía el vídeo, por lo diferente que parecía todo al ambiente que siguió a los atentados del 11-M en Madrid. Los españoles hemos derrotado a ETA, en gran parte gracias al coraje de policías, concejales o periodistas que se negaron a dejarse vencer por el miedo. También porque hicimos entender a los violentos que nunca cederíamos al chantaje, les despojamos de legitimidad incluso ante sus simpatizantes, fuimos implacables en la aplicación de la ley y permanecimos unidos incluso en los momentos más difíciles.
Si el recuerdo del 11M sigue siendo tan doloroso, más allá de la memoria de las víctimas, es porque, cuando nos tocó vivir el momento por el que está pasando Francia, fuimos incapaces de dejar de lado las dos Españas. Es una lección que debe acompañarnos en adelante, porque la batalla va a ser muy larga y sólo puede ganarse si permanecemos juntos, dentro y fuera de España, al lado de quienes no están dispuestos a ceder al terror.
DAVID JIMÉNEZ – EL MUNDO – 15/11/15