Lo que faltaba

¿Habría sido mejor que Madrid no pusiese ni un duro para el proyecto de la Y vasca? Si cada vez que vamos a hacer algo aparecen los extorsionadores, esto no es una nación, menos una democracia, sino un remedo de Chicago años treinta. Produce hastío que haya que proteger policialmente unas infraestructuras por las que en otras partes de España se han dado codazos.

 

Llevábamos años y años exigiéndolo, y el Gobierno central dando largas a un proyecto del que ya se benefician los andaluces y los aragoneses, y pronto los catalanes: el tren de alta velocidad. Y cuando aquí empiezan sus obras, resulta que los nacionalistas radicales se oponen de una manera que parece rememorar lo de Leizaran, demostrando que los que nunca cambian son ellos. Esperemos que no se repita toda aquella campaña agitativa de la autovía que une Navarra y Guipúzcoa y que culminó con varios atentados y la negociación con ETA para que dejara que se construyera. Pero no parece que hayamos sido capaces de salirnos del círculo vicioso de la violencia y alguien puede tener la tentación de tomar como precedente lo sucedido entonces para que se repita la historia.

No es que a mí me entusiasme este tren a ninguna parte, pero quizás algún día empalme con alguna. Lo que nos hace falta es salvar por ferrocarril la conexión con la meseta, modernizar la red ferroviaria, porque nuestro trazado es de cuando nuestro insigne ancestro el cura Santa Cruz asaltaba trenes. Se explica así que sea tan rotundamente preferido el viaje por carretera o en avión a Madrid. Porque al sufrido e ignorante pasajero que sale de Bilbao hacia Madrid le resulta insoportable la eterna ascensión por Orduña y, de haberlo sabido, hubiera cogido el autobús. Vaya en Talgo o en el más lento de los convoyes, nadie le quita las seis horas para llegar a Madrid, que es, más o menos, lo que se tardaba en tiempos de Isabel II.

Pero hasta que llegue el día de conexión con la red de alta velocidad pensada para trayectos largos, lo que permitirá la Y vasca es hacer una sola ciudad de las tres que tenemos. Una gran urbe donde, en poco más de una hora, podremos ir de compras en una, a la ópera en otra y de pintxos a la de más allá. Será una especie de supermetro que permitirá aumentar el repertorio de chistes locales, a la vez que determinadas dinámicas transformen todo lo que disfrutamos multiplicado por tres, como si tuviéramos dinero para todo: tres aeropuertos, tres campus universitarios y hasta tres provincias con sus respectivos parlamentos en tan pequeño espacio.

Lo desasosegante, lo aburrido es que, cuando al final hay un acuerdo, reaparecen los carlistones del siglo XXI en mala versión de aquéllos y nos amenazan; no se trata sólo de unas obras, amenazan nuestra tranquilidad y, con ella, nuestra libertad. Buscan excusas para hacerse imprescindibles, pondrán condiciones y amenazarán, desalentando a cualquier ser normal, esté de acuerdo o no con este tren. Hay ya cierta hartura de cómo se aprovechan del esfuerzo de los demás para extorsionar cualquier proyecto de futuro. Y que no digan esta vez que no se sabía del proyecto, porque tiempo han tenido de enterarse.

No me preocupaba demasiado de la dichosa Y ferroviaria, pero me ha empezado a preocupar cuando los de siempre han vuelto a la escena a presionar. ¿Habría sido mejor que Madrid no hubiese puesto ni un duro para el proyecto? Si cada vez que vamos a hacer algo aparecen los extorsionadores, esto no es una nación, menos una democracia, sino un remedo de Chicago años treinta.

Cuando durante el franquismo te detenían, los policías del régimen creían insultar tus sentimientos patrióticos diciéndote en el calabozo que acabaríamos los vascos comiendo hierro. Debían pensar que eso nos resultaba muy indignante e insoportable. Se habrían acercado mucho más a la realidad si nos hubieran dicho que a este paso vamos a acabar sin nada, a la vista del oportunismo de los de siempre, dispuestos a boicotear y secuestrar a mano armada los proyectos de infraestructuras que consideran más adecuados para sus intereses. Por muchos recursos en seguridad que el Departamento de Interior y el ministerio del mismo ramo vayan a invertir, será difícil evitar sabotajes e incidentes.

Produce un sentimiento de lastimoso hastío ver que haya que proteger policialmente la existencia de unas infraestructuras por las que en otras partes de España se han dado codazos. Y si hay que hacerlo no es por la bota de Madrid, es por la bota de los que se proclaman quintaesencia de la lucha del pueblo vasco. Eso no lo podían prever ni los de la policía de Franco.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 6/12/2006