CARLOS SÁNCHEZ-EL CONFIDENCIAL

  • La era Trump tiene muchas lecturas. Pero lo que enseña a los conservadores y a la socialdemocracia es que competir electoralmente con el populismo pasa factura

Si es verdad que los sueños de la razón producen monstruos, es probable que el delirio populista acabe en tragedia. O no. El futuro, como se sabe, está por escribirse, pero una simple lectura de lo que ha sucedido en EEUU durante la Administración Trump puede dar una idea de lo que ocurre cuando se alimenta el fanatismo y se construyen discursos identitarios. O, lo que es lo mismo, cuando se polariza trazando fronteras artificiales en el suelo pragmático de la política. O cuando se convierte la anécdota en categoría y se alimenta el conflicto social –inherente en las sociedades democráticas– en aras de obtener ventaja política. Solo en las dictaduras subsiste la paz de los cementerios.

El primer Casado, el que salió del Congreso de 2018 ciertamente confundido en lo ideológico, tanteó inicialmente esa estrategia, lo que explica la errónea elección de Álvarez de Toledo y el equivocado nombramiento de García Egea como secretario general, pero ha sabido rectificar y ahora está a la busca de ensanchar su espacio electoral. Como ha escrito con indudable acierto el eurodiputado Javier Zarzalejos, se trata de un recorrido que hay que conectar necesariamente con el hecho de que «a la derecha española, cada cierto tiempo, le asalta una crisis de identidad que hace aflorar agónicas reflexiones sobre su centrismo».

«A la derecha española, cada cierto tiempo, le asalta una crisis de identidad que hace aflorar agónicas reflexiones sobre su centrismo»

Es un camino ciertamente inverso al que trazó Albert Rivera, quien arrastró a un partido que nació con vocación de centralidad a sus propios delirios de grandeza. A la vieja Convergència le pasó lo mismo cuando, agobiada por la crisis económica (por entonces reclamaba un pacto fiscal con el Estado), forzó una fuga hacia adelante para competir con ERC y con el resto del independentismo, lo que a la postre ha significado su implosión. Hoy el nacionalismo moderado catalán, que tanto contribuyó a la Transición, es un zombi ideológico cuyo único fin es la supervivencia política por no haber saltado a tiempo del tren del desvarío independentista.

El hecho de que sobre las cenizas de los tres partidos de centro derecha (que en 2015 llegaron a sumar 171 diputados) haya crecido Vox –la tercera fuerza política– solo demuestra el fracaso de una estrategia basada en lo que un editorial de Faes, y refiriéndose a Trump y a sus seguidores, ha denominado de forma certera «brutalización del lenguaje», que tiene que ver con la ruptura de los consensos básicos a través de un discurso incendiario y envalentonado, como han mostrado las patéticas y grotescas imágenes del Capitolio. Hasta el punto de convertir en incompatible la confrontación y el consenso, cuando ambos son la esencia de la democracia.

Espacio de entendimiento

Exactamente igual que hace el propio Sánchez cuando pacta políticas de Estado con quienes quieren, precisamente, destruirlo. Sin duda, porque ni el PP ni el PSOE han sabido construir un espacio de entendimiento común, lo que no significa, en ningún caso, volver al bipartidismo, ni mucho menos al turnismo que llegó a empobrecer la política española mediante un anquilosamiento de sus instituciones y un nivel de corrupción sin precedentes.

Ni el PP ni el PSOE han sabido construir un espacio de entendimiento común, lo que no significa, en ningún caso, volver al bipartidismo

No se trata de un fenómeno genuinamente español. El Partido Republicano ha sido arrasado por la verborrea trumpista, mientras que en Francia o Italia la historia ha pasado por encima de los partidos conservadores. Incluso en Alemania, pese a Merkel, la extrema derecha ha abierto un boquete de indudable dimensión política.

De hecho, lo que comenzó siendo un problema de los partidos socialdemócratas ante el declive de la clase obrera tradicional, su histórico caladero de votos, ha acabado por arrasar a los viejos partidos que salieron victoriosos de 1945, pero que ahora se muestran incapaces de gestionar un doble fenómeno que ha coincidido en el tiempo: la globalización y la revolución tecnológica, que han cambiado el ecosistema en el que se han movido las clases medias desde hace décadas. Lo que unido al envejecimiento, que tiene indudables consecuencias sobre la economía y los comportamientos sociales, crea un cóctel que convenientemente agitado puede ser explosivo en manos de Steve Bannon o de cualquier otro iluminado.

El hecho de que un remedio no sea acertado, sin embargo, como el que plantean los populismos, no significa que el diagnóstico contenga elementos valiosos, y solo por eso convendría hacer un análisis sosegado y racional sobre lo que hay detrás de «lo que nos pasa», que decía Ortega. Y que en buena medida tiene que ver con el descrédito de la política por parte de los propios políticos ocupando espacios que no les corresponden, lo que ha contribuido a que crezca la mancha de aceite del populismo. Esa es la lección del trumpismo para los conservadores y liberales españoles. También para los socialdemócratas.

El hecho de que un remedio no sea acertado, como el que plantean los populismos, no significa que el diagnóstico contenga elementos valiosos

El asalto al Capitolio, de hecho, es el más reciente pero no ha sido el único. A finales de agosto, manifestantes negacionistas intentaron entrar a la fuerza en el Reichstag, con la carga simbólica que ello tiene, mientras que en Holanda la extrema derecha capitaliza las protestas de agricultores. Lo que une a todos es el descrédito de la democracia como el instrumento más útil para garantizar la convivencia, y quienes protestan son una supuesta mayoría silenciosa victimizada que ve en la inmigración la causa de sus problemas. O en los propios políticos, a quienes ven como auténticos chupópteros y parásitos de la sociedad.

La fragilidad del sistema

Por razones que hay que vincular a una patología oportunista, algunos partidos conservadores –también los partidos socialdemócratas– han sido complacientes con quienes boicotean a la propia democracia con el objetivo de lograr el apoyo de la extrema derecha. Pero a medida que esta ha ido creciendo, la fragilidad del sistema ha sido cada vez más evidente. En muchos casos, con el argumento de que la izquierda hace lo mismo, lo cual no deja de ser cierto en bastantes ocasiones, lo que a la postre ha llevado a una absurda competencia por el célebre ‘y tú más’. La ridícula competencia sobre si el ‘Rodea al Congreso’ es similar al asalto al Capitolio refleja bien esta dinámica absurda.

Este es, en realidad, el quid de la cuestión, al que debe enfrentarse ahora Biden: si los partidos centrales del sistema político son capaces de acabar con el círculo vicioso en que se ha metido la política a través de mensajes binarios: amigo-enemigo, los de arriba y los de abajo, blancos o negros o, incluso, homosexuales-hetereosexuales. Una estrategia que orilla los problemas de fondo y que tiene que ver con los salarios, la calidad del sistema asistencial o la idoneidad del sistema educativo. Precisamente, lo contrario del perímetro en el que mejor se desenvuelve el populismo y la verborrea ideológica, y que muchos han llamado guerras culturales, cuando es, justamente, lo contrario a la cultura. Es solo lenguaje corrosivo que agrieta las democracias. Y si socialdemócratas y conservadores intentan competir con ellos, acabarán como ellos.