LIBERTAD DIGITAL 27/12/16
MIKEL BUESA
· Más vale empezar a pensar en los estragos que podría llegar a producir su conclusión favorable a quienes impulsan la secesión de esa región española.
Tal como se están poniendo las cosas en el asunto de la independencia de Cataluña, más vale empezar a pensar en los estragos que podría llegar a producir su conclusión favorable a quienes impulsan la secesión de esa región española. En los últimos días, con el auxilio del PSOE y de Podemos, los partidos nacionalistas han logrado iniciar la anulación de las competencias del Tribunal Constitucional para suspender de empleo a los políticos que incumplen sus resoluciones, con lo que se restaurará la situación anterior, en la que la defensa del Estado de Derecho sólo era factible a través de la jurisdicción penal. Esa defensa es, en la práctica, muy poco eficaz debido a la parsimonia –sin duda, interesada– con la que los jueces superiores se toman este tipo de asuntos, que, al fin y al cabo, son tan comprometidos que suscitan una inevitable incertidumbre sobre su carrera futura. La instrucción del caso del 9-N –que lleva ya más de dos años– es buena prueba de ello; y a uno le entra la duda de que esa manera de actuar sea la más adecuada para frenar una declaración de independencia, que, al fin y al cabo, no es más que una cuestión de hecho. Claro que quedan otras posibilidades, como son la intervención preventiva de las competencias autonómicas por la vía del artículo 155 de la Constitución, para evitar que se produzca el hecho fundador del Estat Català, o, de forma más contundente, la apelación al artículo 116 para declarar el estado de sitio, con el fin de que aquel no llegue a tener vigencia más allá de unas pocas horas –como, por cierto, ya ocurrió en ocasión similar durante la Segunda República–. Sin embargo, no logro percibir ni en el Partido Popular ni en el Socialista la voluntad política necesaria como para adentrarse en tan procelosos procedimientos, con lo que la situación de hecho podría acabar enquistándose en una pelea leguleya de varios años de duración, mientras la realidad política transita hacia la efectiva existencia de la República Catalana.
Es en este contexto en el que cabe hacer algo de prospectiva para averiguar lo que la independencia de Cataluña puede arrebatarnos. Para empezar, no queda otro remedio que referirse a la enorme crisis institucional que tal acontecimiento produciría. La Constitución quedaría convertida en papel mojado y, dado que se encuentran latentes en otras partes del territorio, no sería extraño que las tensiones centrífugas se vieran impulsadas por tan inquietante situación. Más aún, todo ello podría alimentar a las fuerzas revolucionarias emergentes –que ahora son visibles, aunque su poder sea limitado y estable– y empujarlas a intentar el derribo del sistema de 1978. El resultado de un proceso de esta naturaleza es sumamente incierto y, por tanto, no cabe visualizarlo a priori. Además, no es descartable que derive hacia algún tipo de violencia, pues las semillas que la alimentan están ya echadas, después de tantos años de propaganda nacionalista. No olvidemos que, incluso en sociedades pacíficas, en el nombre de la patria se han cometido atroces crímenes y se han emprendido guerras con la entusiasta participación de quienes, hasta entonces, se consideraban incapaces de matar a una mosca. Podría llegar así a constatarse que, como señaló el historiador británico Norman Davies, «la transitoriedad es uno de los rasgos fundamentales del orden político» y que, al fin y al cabo, «todos los estados y naciones, por grandiosos que sean, florecen una estación y luego son sustituidos».
Y están luego las consecuencias económicas. Me he referido a ellas en varias ocasiones y por ese motivo no entraré en demasiados detalles. Básicamente, lo que hay que decir es que sobre este asunto hay dos líneas argumentales contrapuestas. Una, la nacionalista, parte del supuesto de que Cataluña, aunque independiente, permanecerá vinculada a España a través de la Unión Europea; y como este es el aspecto institucional más relevante para las relaciones económicas y comerciales, al mantenerse incólume, nada cambiará de manera apreciable, seguirán los mismos intercambios de bienes y servicios, la misma moneda, la misma prima de riesgo, la misma garantía del Estado del Bienestar. Sólo cambiará una cosa: con la independencia los impuestos catalanes se quedarán en la Generalitat y no se repartirán con España. Los nacionalistas esperan sacar con eso unos 16.000 millones de euros y financiar así la felicidad de los nuevos ciudadanos catalanes, que, de ese modo, serán ricos sin hacer ningún esfuerzo adicional. O sea, Jauja.
La otra es más insidiosa y señala que sí se van a producir cambios institucionales, pues la independencia es incompatible con la permanencia de Cataluña en la Unión Europea. La secesión crea fronteras, y tras ellas se manifiesta todo un mundo de aranceles, regulaciones, inspecciones y cambios en las preferencias que levantan barreras al comercio, incrementan los costes y hacen caer la actividad económica. Cataluña puede perder en poco tiempo más del 16 por ciento de su PIB, con lo que su renta por habitante, bajo el supuesto de que la población no se mueva del territorio, caerá al nivel de dos décadas atrás. Además, habrá deslocalizaciones de empresas, que agravarán aún más las cosas. Todo ello repercutirá en la recaudación de impuestos, con lo que Jauja, la arcadia prometida, se desvanecerá al aparecer un déficit público insostenible del orden del 10 por ciento del PIB. Y ello sin contar con el respaldo financiero del Reino de España ni con el amparo interventor del Banco Central Europeo.
Para España también habrá costes económicos, aunque más moderados. El país se hará más pequeño y su mercado se reducirá, al ser menor su población y su renta. Además, el impacto comercial de la secesión catalana, salvo que se vea compensado en parte por las deslocalizaciones de empresas, puede llevarse por delante alrededor del tres por ciento del PIB, y ello hará que la renta per cápita de los españoles se sitúe en el mismo nivel que tenía hace una década, justo antes de la crisis financiera internacional.
En resumen, lo que la independencia arrebata es mucho. Lo es económicamente más para los catalanes que para el resto de los españoles, aunque en ambos casos está en juego el nivel de bienestar tan arduamente conseguido en las últimas décadas. Y lo es también políticamente, pues en un caso se llegará a una república aislada de su entorno, condenada al ostracismo internacional, y en el otro a un sistema constitucional puesto en cuestión, cuya fragilidad puede ser la antesala de la pérdida de la libertad.