Cristian Campos-El Español
A Albert Rivera lo comparaban ayer en El País a Viktor Orbán. En dos días, le llamarán el Vladimir Putin español. Y si insiste en negarle el sí a Pedro Sánchez, acabará en el saco de Pinochet, Videla y Stroessner.
En sentido inverso, el estatus de todo aquel que abandone Ciudadanos será propulsado a cotas de admirable estadista, político de los que ya no quedan o último reducto de la coherencia ideológica, según el nivel de cursilería en sangre del hagiógrafo socialdemócrata de turno. Si abandona Cs a 24 horas del debate de investidura, de Churchill no baja.
Véase un ejemplo. De «normalidad democrática» calificaba ayer Iñaki Gabilondo el pacto del PSOE con los simpatizantes del terrorismo en Navarra que organizan homenajes a los que asesinaron a Ernest Lluch. También mencionaba la palabra «esperanza». Si el socialismo le sigue pegando manos de pintura blanca a los de Bildu, van a acabar confundiéndolos con una casita de Santorini.
Si los votos de Bildu son 100% legítimos y, como dijo Dolores Delgado, más respetuosos con la Constitución que Vox, entonces los de JxCAT, ERC, PNV y Unidas Podemos deben de saber a puro destilado de democracia. ¿A qué tantas pejiguerías, entonces? ¿A qué tantas presiones a Cs?
¿Para qué necesita el PSOE el voto de un partido situado, en su peculiar cosmovisión del escenario político español, a la extrema derecha de la extrema derecha si tiene a su disposición el de un partido xenófobo que apenas ha dado tres golpes de Estado a lo largo de su historia? ¿O el de otro que apenas lleva cuarenta años sangrando a los españoles armado con una txapela y un cesto para las nueces? ¿O con el de otro que apenas pretende aplicar el exitoso modelo económico venezolano en España? ¿No es paradójico?
«No existe tal paradoja», me dijo ayer un amigo. «Todos ansían de una forma u otra el fin de Ciudadanos. El PP para no tener competencia. Vox, también. El PSOE, por las mismas razones que el PP. Podemos, porque lo que más odia Iglesias es el liberalismo y el aperturismo. Y los nacionalistas, qué te voy a contar», me dijo.
«Al menos, Cs habrá conseguido una cosa inédita en cuarenta años de democracia», le contesté. «Poner de acuerdo en algo a todos los partidos españoles».
En sus mejores años (1986 y 1989), CiU obtuvo dieciocho escaños en el Congreso de los Diputados. En los mejores del PNV (1977 y 1982), los nacionalistas vascos obtuvieron ocho. La rentabilidad de esos pocos escaños está fuera de toda duda. Han servido para que vascos y catalanes vivan como herederos de Múnich en un país en el que hay regiones donde sus ciudadanos viven, en el mejor de los casos, como los griegos de El Pireo, aunque con peores tasas de paro.
¿Qué habrían conseguido esos partidos nacionalistas con los cincuenta y siete diputados actuales de Cs? ¿Qué les habría dado el PSOE a cambio de ellos? ¿Habría dicho de ellos lo que está diciendo de Cs?
La gran desgracia de Cs es ser un partido nacional en vez de un partido regional de extrema derecha. Uno de esos para los que la lealtad a la Constitución es optativa y que ante dos opciones políticas escogerá siempre la más dañina y disolvente para la mayoría de los españoles. Uno de esos con dialecto propio, baile regional churrigueresco y algún que otro fundador racista y con mostacho en los libros de historia del partido.
Otro gallo le cantaría si Rivera se presentara en la Moncloa con boina, cayado, cuatro melones bajo los brazos y escupiendo los paluegos en la moqueta de Palacio. De vicepresidente no bajaba. Pero claro. Rivera se empeña en actuar como si viviéramos en el siglo XXI y luego le pasa lo que le pasa. Moderno, que es un moderno.
Ya lo cantaba Extremoduro: «¿Qué hace esta cabra fuera del rebaño? Vamo’a tirarla desde el campanario».