EL CONFIDENCIAL 15/11/14
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Para el escritor Andres Trapiello lo que ocurrió el 9-N en Cataluña es que “el independentismo logró en 12 horas lo que no consiguió el terrorismo de ETA en treinta años: liquidar el Estado”. No difiere demasiado lo que sobre el particular piensa Nicolás Redondo Terreros: “En el 9-N, el Estado no compareció por cálculo o por temor a las consecuencias de la aplicación de su propia fuerza. Los independentistas hicieron todo lo necesario para conseguir su objetivo: utilizaron toda la fuerza del poder de la Generalitat, manipularon los medios de comunicación públicos y privados catalanes y usaron a una sociedad domesticada con dinero público. De esta manera -sigue Redondo Terreros- pudieron votar en una consulta que para nosotros no deja de ser una expresión antidemocrática de un nacionalismo radicalizado (…) Por el contrario, los que defendemos la Constitución y la ley, como garantía de la libertad de todos, nos hemos visto arrinconados en la defensa de su aplicación que nos hubiera gustado que se hubiera hecho antes del 9-N, porque hacerlo posteriormente originará numerosas contradicciones”.
Estas opiniones se pudieron leer el pasado jueves en El País y, creo, reflejan, un estado de ánimo muy extendido entre los catalanes no secesionistas y entre la inmensa mayoría de los demás españoles. Mariano Rajoy reaccionó el miércoles, después de que el domingo (9-N), nadie del Gobierno compareciera ante la opinión pública. Se improvisó -y era evidente la improvisación- una declaración del ministro de Justicia a las 21:08 horas y ahí acabó la presencia gubernamental en una jornada que ya califiqué de desastrosa y que significó, efectivamente, el arrinconamiento del Estado en Cataluña y la humillación de la autoestima colectiva nacional, además de un desafío sin precedentes a un Tribunal Constitucional con plomo en las alas, próximo a una grave crisis de reputación en su autoridad e, incluso, en su vigencia como órgano de garantías constitucionales.
El 9-N significó el arrinconamiento del Estado en Cataluña y la humillación de la autoestima colectiva nacional, además de un desafío sin precedentes a un Tribunal Constitucional con plomo en las alasMariano Rajoy y su Gobierno contemplaron a lo largo del pasado domingo cómo incurrieron en un error de cálculo. Según dijo urbi et orbi Rosa Díez después de hablar con Rajoy el día 3 de septiembre, ella estaba tranquila porque el Ejecutivo tenía una estrategia. No desveló cuál, pero dijo que la tenía. Rajoy le garantizó que la consulta no se iba a celebrar. Pero se celebró con más o menos precariedad, sin garantías mínimas, y con una escenografía suficiente que le hizo proclamar a Artur Mas que el evento había sido un “éxito total”. El presidente del Gobierno perdió tres días en sostener lo contrario: que había sido un “rotundo fracaso”. Ni lo uno ni lo otro, pero la sensación que quedó es la que reflejan Trapiello y Redondo Terreros.
¿Qué sucedió el domingo 9 de Noviembre en Moncloa? Sucedió que Rajoy pensaba: 1) que Más no traspasaría las líneas rojas de la legalidad, pero lo hizo; 2) que si las traspasaba, una organización de voluntarios no sería capaz de organizar una consulta de cierta envergadura, y sin embargo fue capaz de hacerlo; 3) que si ambas hipótesis anteriores fallaban, la participación sería ridícula, y fallaron, pero la participación -aunque no tengamos medio de comprobarlo fehacientemente- de 2.300.000 catalanes ha tomado carta de naturaleza; y 4) en última instancia, Rajoy y el Gobierno pensaron que el Fiscal General del Estado instaría a los jueces y serían aquel y éstos los que les resolviesen la situación, pero tampoco actuaron, más aún, adujeron la “proporcionalidad” para no hacerlo.
Cuando los empresarios puntuaron la situación política con un 1,08 sobre 9, Rajoy debió comprender que ni los colectivos más próximos dejan de expresarle su preocupación mediante el único lenguaje con el que se comunican con él: el de signosEn Moncloa sucedió lo que viene sucediendo desde hace mucho: que macerar los problemas con los ingredientes del mutismo y el trascurso del tiempo, lejos de mejorarlos, los envilecen y pudren. Hay una clase de pasividad que a veces parece una derivada de la molicie porque como escribió Stefan Zweig procede del afán de bienestar. Rajoy ha rehuido el problema o, en el mejor de los casos, lo ha interpretado a su conveniencia de burócrata y, por lo tanto, le ha restado su carácter político encomendándose a una estrategia jurídica y de probabilidades que ha terminado por estallarle en sus mismísimas barbas. Y le estalló el 9-N como le estalló la corrupción de la Operación Púnica a las veinticuatro horas de calificar esa pandemia delictiva como “algunas pocas cosas”. Rajoy es ahora un hombre acosado desde fuera -como lo era antes- pero también desde dentro, lo cual es más novedoso. Ha perdido fiabilidad y su previsibilidad se entiende como tozudez.
Cuando los empresarios del Instituto de Empresa Familiar -hace sólo unos días- puntuaron la situación política con poco más de un 1,08 sobre 9, el presidente del Gobierno debió comprender que ni los colectivos más próximos dejan de expresarle su preocupación mediante el único lenguaje con el que se comunican con él: el de signos. Rajoy padece del síndrome de la Moncloa, como Mas el de la ebriedad del poder. Tenemos en Madrid y en Barcelona a un funcionario y a un temerario, respectivamente. La peor de las combinaciones, la que menos casa, la más incompatible. Y lo que estamos necesitando es política. Eso ocurrió el 9-N: que en San Jaime actuaba el temerario y en Moncloa el funcionario. Y aquel se comportó como tal: con la argucia deslealtad, mientras que éste lo hizo como tal: con las mañas del burócrata.