De los prólogos escritos con interés se sacan lecturas de provecho. A Manuel Ángel Conejero, en octubre de 1980, la idea le debió nacer del corazón, porque contiene una verdad inapelable, y desde luego encaja como anillo al dedo en Macbeth. «Todo en el teatro y en la vida», escribió, «puede llegar a reducirse a un sistema de entradas y salidas del escenario».
El profesor Conejero reservó espacio, unas páginas más adelante, para interpretar cuándo un personaje debe darse por aludido, y comprender que es más digno cerrar la puerta por fuera que por dentro, al menos a efectos de la obra. Por eso sostiene Conejero que, después de la muerte de Lady Macbeth, y después del más conocido lamento («la vida es una sombra tan sólo… una historia contada por un necio, lleno de ruido y de furia, que nada significa»), sólo queda molestia para el espectador, relleno: «Ni siquiera queda la posibilidad de que Macbeth siga desarrollándose como Macbeth».
Parece que Pedro Sánchez quedó atrapado en este sistema de entradas y salidas del escenario, y sale a flote la impresión de que la obra dura demasiado para todos, salvo para uno. Quizá la metáfora más poderosa de este atarse al árbol hasta que lo talen se comprueba en el fascinante esfuerzo —a menudo pasado por alto— de convertir su presidencia en un espectáculo, literalmente. La productora Secuoya tiene un equipo destinado a persuadir a cada cadena nacional y cada plataforma extranjera sobre las virtudes de la serie-documental de Sánchez, con Sánchez haciendo cosas de presidente-humano en Madrid o en Bruselas, con el jardinero o con Biden. Pero las cadenas y plataformas lo rechazan por miedo a significarse políticamente, dice la productora, porque nadie supera con facilidad un desengaño.
Tal vez Sánchez haya perdido el control de su papel con tanto rodeo, cada día con una verdad distinta, y en ese proceso el público se largó a cualquier otra parte. En cierto modo, su presidencia parece pedir cuatro años más, para descubrir si en su carrera hay un plan o una huida hacia adelante, si Sánchez es un presidente para la historia o para el olvido. Así que genera lástima a ratos pensar que su final queda cerca, y que está escrito desde el goteo de beneficios a pederastas y violadores, o desde la adaptación de los delitos a los tipos del procés, o desde el cierre ilegal del Congreso de los Diputados durante la pandemia, o desde el bochorno de Félix Bolaños en las fiestas de Madrid.
No es que Alberto Núñez Feijóo dé para serie, o no para una que levante al personal del asiento. Pero reina la sensación de que a Sánchez le vienen esperando con el voto en la mano, y que la crítica se cobrará la misma cuenta en julio que en diciembre, con la sangrienta pasión que Boyero pasa revista a las películas de Almodóvar. Si hay reelección, y tiene tantas opciones para conseguirlo como para no conseguirlo, soportaremos una temporada sin la gracia de los primeros episodios, que algunos seguirán al día por oficio, pero distraídos con el teléfono. Ni siquiera queda la esperanza de que, en una nueva temporada, Sánchez siga desarrollándose como Sánchez. No hay giro de guion que remonte esto.