Juan Carlos Girauta-ABC
- «Treinta y dos años después de Cinema Paradiso, un feminismo irreconocible que impone sus manías a toda la izquierda y a una parte de la derecha no está del lado de Salvatore, que es el de la libertad, sino del lado de una censura que en 1988 parecía (y era) ridícula, risible y represora»
Se ha formado un vórtice que va a generar nuevos escenarios. Así describiría lo que está ocurriendo un teórico del caos. Un tertuliano lo llamaría «la tormenta perfecta», un físico hablaría de salto cuántico y un historiador del futuro preferirá quizá «revolución». El tuitero profesional afirmará que el fin del mundo está cerca, enfoque interesante por la innegable presencia del milenarismo dentro de las fuerzas principales que se han encontrado en este 2020.
Nótese la narrativa escogida por los activistas e inversores del cambio climático, su recurso al miedo, la representación vívida de un infierno de destrucción total, la habilidad para hacernos presentir la condenación al modo de los pastores calvinistas de la Ginebra del siglo XVI. Pudo haberse enfocado
de otra forma, pero el Club de Roma abrió hace mucho el camino que, corriendo el tiempo, Al Gore asfaltaría. Hace apenas un año que el miedo al inminente fin del mundo quedó consagrado como causa universal, corporeizándose en la adolescente Greta. Y por Greta, la razón de la emoción, apostó el establishment mundial, las grandes corporaciones, la UE, la ONU. La razón última de que empresas energéticas con historiales contaminantes y carbonizantes apostaran más que nadie por la nueva deidad pagana escapará al inadvertido, pero es obvia para cualquiera que esté familiarizado con el marketing estratégico y, en concreto, con la herramienta del posicionamiento. Conste pues el milenarismo gretesco como vector principal del presente torbellino, del vórtice que va a trastornar el futuro.
No tengo intención de abundar en el calvinismo, pero el caso es que de ahí salió el puritanismo inglés, y que sin el vector puritano tampoco distinguiremos los rasgos específicos del vórtice que va a dejar el siglo irreconocible. Las imágenes caen, y ahí enlazamos con unos ingleses que se fueron al Nuevo Mundo. Pero también con la iconoclasia bizantina o musulmana, lo que solo demuestra la inconveniencia de estirar demasiado las analogías, las metáforas y la homonimia. Así que no estiremos, y centrémonos en el nuevo puritanismo. De algún modo paradójico, lo que los humanos vivos con la edad suficiente recordamos sobre el estallido de la libertad sexual ha perdido su validez. El franquismo se resumía al final en la censura. De ahí que su fin sea inseparable del destape. Había una obsesión con las expansiones sexuales. Lo único anómalo, si comparamos con otros países europeos, fue que aquí se mantuvo la hegemonía de lo monjil unos veinte años más, quizá quince.
El clímax de Cinema Paradiso, cinta italiana de 1988, es la feliz y emotiva reacción de un director de cine ante el legado del proyeccionista que conoció de niño en su pueblecito siciliano. No compartiríamos la emoción de Jacques Perrin interpretando al Salvatore maduro sin la envolvente melodía, llena de dicha, de promesas cumplidas, de la banda sonora de Ennio Morricone. Pero, ¿qué es lo que observa Salvatore? Todos lo recordarán: recortes de películas censuradas en la posguerra, amorosamente conservados y montados en un continuo de besos, abrazos, desnudos, fusiones, pasiones que no pueden aguardar al lecho. Pues bien, hoy, treinta y dos años después de Cinema Paradiso, un feminismo irreconocible que impone sus manías a toda la izquierda y a una parte de la derecha no está del lado de Salvatore, que es el de la libertad, sino del lado de una censura que en 1988 parecía (y era) ridícula, risible y represora.
El vector puritano llega con logros tan dudosos como la prohibición efectiva de numerosos anuncios o carteles con demasiada carne (diría un viejo censor), o donde se cosifica a la mujer (diría un feminista). Presenta victorias tan detestables como la prohibición en Facebook del lienzo El origen del mundo (Courbet, 1866). O la campaña para retirar del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York el cuadro Thérèse soñando (Balthus, 1938). Más sutiles, los aquejados de esa forma de anacronismo que es el presentismo, instan a que el Museo del Prado cambie los títulos de las obras que contienen violencia machista (según ellos) e incluya en las cartelas la información de que el pintor fue acusado de abuso o agresión sexual. Acusado, digo. El asesinato civil de Woody Allen, absuelto judicialmente de cargos que el neopuritanismo no olvida, o el de Plácido Domingo, tan lamentablemente asesorado, son otros tantos ejemplos de un mundo que solo podrá contemplar el arte previo paso por el tamiz de la nueva Inquisición, con sus causas generales, sus sambenitos y sus arrepentimientos bajo coacción.
El tercer vector principal del torbellino puebla la prensa estos días. El crimen de George Floyd a manos de un policía ha detonado una carga explosiva que ya estaba ahí, y que desborda la cuestión del trato al negro en EE.UU. El equívoco como norma, la peligrosa ignorancia de la historia, la descomunal ventaja de la izquierda en la conformación del imaginario (mérito suyo el comprender dónde está lo importante) se habían ido amontonando con la inestimable ayuda de la patraña indigenista. Una baza política a la que el mandatario medio americano, generalmente descendiente de europeos, no puede resistirse; las ventajas de ir con la corriente son demasiado golosas. Como España está en coma, no se inmuta con el derribo de las estatuas de Isabel la Católica, de Colón, de Pedro de Valdivia, de Ponce de León. Normal que apenas se escandalicen dos o tres, dado que en España no se enseña historia de España. Otra cosa es que en Londres tengan que proteger la figura de Churchill. Eso da una mejor idea de las dimensiones de lo que viene.