Hasta la visión del Estado como un instrumento de distribución para paliar los desequilibrios, ante la reivindicación nacionalista, también lo hemos abandonado. Ahora lo defiende la derecha. Todo, en el esfuerzo de hacernos con una identidad que no es la nuestra, echando mano de lo viejo y aceptando, incluso, la involución social.
Pretencioso, hasta la petulancia, el título. Me suena a literatura política dogmática. Lo malo es que cuando uno llega a viejo (el otro día me llamaron abuelo con el pérfido fin de molestarme) se pierde el pudor y se ponen títulos de esta guisa tan serios y trascendentes.
Todos somos hijos de lo viejo; no sólo los de derechas vienen de lo viejo. Hoy, a la velocidad que corre el mundo, la rapidez y profundidad de los cambios económicos, seguidos precipitadamente de los sociales, especialmente desde la caída del Muro de Berlín, que parece el muro de las lamentaciones de todos los rojos, nosotros también ya somos de lo viejo. Pero no queremos, nostálgicos, desprendernos del tiempo pasado, el de la lucha de clases, el del partido con coreografía del PCUS y de necesidad histórica, cuando la clase obrera con conciencia social y política no existe por ninguna parte. Un amigo mío, con su buzo y casco de Altos Hornos, está en una vitrina del museo etnográfico con el rótulo de proletario de la Margen Izquierda. Fue a la Marcha del Hierro hacia Madrid y lo atraparon con un cazamariposas a la altura de Aranda De Duero. De allí, al museo momificado.
Quisimos dejar un mundo sin clases e igualitario y lo vemos sustituido por nacionalismos egoístas. Nuestra praxis -¿se acuerdan de la palabreja?- hacia la dictadura del proletariado, la intervención del Estado en la economía, la conversión del Estado en un servicio social equilibrador, dónde está. Primero, algunos, hicieron bien, nunca aceptaron lo de la dictadura del proletariado, pero todos, socialdemócratas y comunistas creíamos en la intervención del Estado en la economía y fue, precisamente, a un Gobierno socialista al que le tocó empezar a privatizarlo todo porque, si no, la economía, capitalista y globalizada, se iba a pique. Nos quedaba la última seña de identidad, la visión del Estado como un elemento equilibrador ante las profundas diferencias que se dan en España. Y ahora, con el sarampión de las reformas estatutarias, y las cajas propias, hasta eso lo abandonamos.
Buscamos, en nuestro despiste, amparo en señas identitarias artificiosas, e incluso ajenas, que pasan por un cierto frentepopulismo, desenterrando del olvido a los fusilados en las cunetas, achacándoles las culpas a los que ahora mandan, setenta años después, sin considerar que también hubo otras culpas. Buscamos, sobre todo, la identidad subversiva en lo étnico identitario, en lo vasco, lo catalán, lo gallego, lo andaluz, lo balear, sin apreciar que si esas identidades se han hecho posible es porque han chupado de la teta del Estado descentralizado, de ese marco común que las hace posible. Pero, a lo que iba, hasta la visión del Estado como un instrumento de distribución para paliar los desequilibrios, ante la reivindicación nacionalista, también lo hemos abandonado. Ahora lo defiende la derecha. Todo, en el esfuerzo de hacernos con una identidad que no es la nuestra, echando mano de lo viejo y aceptando, incluso, la involución social.
Lo nuevo significa espacios compartidos cívicos, de encuentro ciudadano, de muy diferentes intereses, que acuerdan en lo que están de acuerdo, pero espacios de un mínimo común denominador donde el aliento es el encuentro, la resolución de problemas y conflictos, y no, precisamente, la exaltación de lo diferente, del desencuentro, de la sectarización.
Es en este caso cuando se puede dar el patriotismo constitucional o cívico que promocione el esfuerzo común y garantice el bienestar de todos. Lo nuevo es el encuentro, en gran medida impulsado por las relaciones económicas, pero, también, por todas las tecnologías de la comunicación, que permiten, a su vez, las mayores posibilidades para la diferenciación como nunca con anterioridad habían existido, siempre y cuando garanticen el común denominador que las hace posible.
El problema de los nacionalismos identitarios, artificialmente promocionados hasta el delirio en estos últimos años bajo una Constitución común, y el despiste de la izquierda, no es sólo que puedan liquidar esa Constitución, sino que acaben a la vez liquidando, en un drama caótico, la misma existencia de esas identidades hoy centrífugas. Lo nuevo son los espacios comunes y todavía no lo hemos visto.
Eduardo Uriarte Romero, EL PAIS/PAÍS VASCO, 5/1/2004