EL CORREO 18/04/15
JAVIER ZARZALEJOS
Si es cierto que la crisis es aquella situación en la que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer, habrá que reconocer que la nuestra es una crisis peculiar. De las dos condiciones que se enuncian, es muy discutible la primera y muy engañosa la segunda.
Para saber si lo viejo está en proceso de morir, habría que definir qué es exactamente lo que se considera viejo y sin cabida en estos tiempos. Para no tener que esforzarse en dar demasiadas explicaciones, los más audaces simplemente identifican lo viejo con el régimen constitucional de 1978, englobando en esa deslegitimación indiscriminada toda una larga trayectoria histórica reciente a la que sólo un profundo cinismo podría desdeñar como un fracaso. Atribuir al sistema político de la Constitución el estímulo de la corrupción, las disfunciones en el modelo de Estado o una especial facilidad para generar deterioro en las instituciones equivale a construir un remedio expiatorio de males que tienen que ver mucho más con los comportamientos de los actores políticos y sociales que con fallos en el diseño constitucional. Mientras tanta voces se alzan en favor de una indefinida reforma de la Constitución, hay que decir que no se ha inventado ningún modelo blindado frente a los errores humanos, mucho menos si se trata de un modelo político. Sólo en la imaginación hay modelos políticos a prueba de la deslealtad de los nacionalistas, del encarnizado revanchismo de la izquierda radical, de la crónica banalización de la nación por parte de los socialistas, del gusto por las baronías de la derecha más inamovible, de la impunidad política de la corrupción cuando, como demuestra Andalucía, ésta se socializa, de la incomprensible complicidad para el descrédito de nuestra mejor historia de éxito que es la Transición democrática y el pacto constitucional.
Por tanto, cuidado con arrojar por la borda alegremente un sistema democrático que no tiene alternativa y ha acogido el periodo más largo y productivo de convivencia en libertad. Si esta sensación de ‘fin de régimen’ que demasiados se empeñan en implantar recuerda al estadio terminal de la Restauración, habría que atender a lo que observa el historiador Varela Ortega cuando recuerda que «entre las décadas de los veinte y los treinta del siglo pasado, demasiados políticos, intelectuales y militares se impacientaron. Comenzaron a considerar que el ‘turno’ era ‘vicioso’ y a pensar que la forma de terminar con los vicios era acabar con el turno, un ‘non sequitur’ tan incoherente como popular». El resultado fue que España volvió al exclusivismo de partido, a la exclusión del contrario, al que de nuevo se negó su condición de alternativa legítima. No es que ahora haya militares ‘impacientes’ pero la cita vale porque al hablar de lo viejo que contamina el sistema político es necesario distinguir, como un siglo atrás, entre el niño y el agua del baño para no tirarlos a los dos, o peor aún, que ocurra lo que con el ‘turnismo’ pacífico de la Restauración.
Los partidos de gobierno tienen que acreditar ante muchos votantes que la corrupción no esa segunda piel que se les quiere atribuir porque, si no es así, se llegará a la conclusión de que sólo puede acabarse con la corrupción acabando con esos partidos, que es, precisamente, el juego que quieren imponer los populismos antisistema. Y esas mismas fuerzas políticas tienen, además, que ganarse las preferencias del electorado ofreciendo un proyecto relevante para el conjunto del cuerpo político, para lo que no valen ni las simples apelaciones a la regeneración, por joviales que sean, ni la inflamación sectaria del antagonismo social. ¿Y lo nuevo? La verdad es que lo que se ofrece como nuevo en el mercado político parece claramente sobrevalorado. Los denominados partidos emergentes se encuentran a gusto en la política declarativa, en la que navegan a favor de corriente, sin apenas riesgos más que sus propios errores de escenificación. Bajo el velo de su pretendida novedad, se percibe una precariedad programática mucho más preocupante que la inexperiencia de sus dirigentes. También es cierto que el debate político no es precisamente exigente y que en la política-espectáculo, en la política icónica, se priman las habilidades discursivas y destello sobre la consistencia de fondo y las trayectorias. Tanto Ciudadanos como Podemos, si consiguen algo cercano a lo que dicen los sondeos, difícilmente podrán eludir por mucho más tiempo dos contradicciones cuya resolución será determinante para el futuro de ambos partidos. La primera les obliga a elegir entre ser relevantes o ser testimoniales. En la política real las dos cosas no se pueden conciliar. El testimonialismo lleva a intentar la preservación de una pureza inútil; la relevancia exige entrar en las relaciones de poder con las restricciones y riesgos que conlleva. La segunda de estas contradicciones se deriva de la anterior porque lo paradójico de esta situación es que cuando más se extrema el rigor purista de los discursos radicales en los partidos emergentes, menos posibilidades tendrán de aplicarlos en un escenario político más fragmentado y, por tanto, más necesitado de pactos y compromisos, es decir, de renuncias.