Juan Carlos Girauta-ABC
- «Lo último que hallarán en los que rompieron la sociedad catalana es arrepentimiento. Claro que lo volverán a hacer. Está en su naturaleza. Como está en la de la izquierda más sectaria de Europa, que es la nuestra, apropiarse del Estado, fundirse con las instituciones, contagiar lo público con sus intereses, postulados, fobias, filias e ideología»
Salvo abducidos y desinteresados, todos saben que Cataluña se partió en dos con el golpe de Estado. Por supuesto, esa sociedad ya venía predispuesta a romperse. No voy a enumerar los factores que contribuyeron a su quebradiza condición porque cansa, porque ya se ha hecho y porque parece que no sirve de nada. La peste ha operado como un paréntesis hasta que, de acuerdo con la más estricta y laxa legalidad, uno de los que se encaramó megáfono en mano sobre un coche destrozado de la Guardia Civil ha salido del trullo. Con su larga condena burlada, ha repetido que lo volverán a hacer en nueva arenga callejera. Lo último que hallarán en los que rompieron la sociedad catalana es arrepentimiento.
Claro que lo volverán a hacer. Está en su naturaleza. Como está en la de la izquierda más sectaria de Europa, que es la nuestra, apropiarse del Estado, fundirse con las instituciones, contagiar lo público con sus intereses, postulados, fobias, filias e ideología. También se veía venir. Los actos de Sánchez desde las primeras semanas de su presidencia, tras la moción de censura, son elocuentes. De entrada dio una buena lección a los homologadores privados de lo correcto, que se habían permitido llamarle «insensato sin escrúpulos» en un editorial. Y así todo. La toma de RTVE para la secta, so capa de una presidencia transitoria de un par de meses. Las exhibiciones de poderío hortera con aviones y helicópteros para acudir a bodas y conciertos, las sonrojantes fotos a lo Kennedy o a lo Julio Iglesias. El reparto de presidencias de empresas públicas al reducido grupo de ineptos amigos conmilitones que no le habían fallado cuando su caída en desgracia. Las insistentes muestras de ninguneo al Jefe del Estado; unas de fondo preocupante, como cuando el presidente del Gobierno enajenó al Rey su única competencia con algún contenido no simbólico: la relacionada con la ronda de contactos previa a la designación de candidato; otras formalmente vergonzosas, como la reiterada violación del protocolo. Sánchez viene apartando al Rey a codazos. Se le pega en los besamanos, le cancela viajes a traición, no se corta un pelo adjetivando los problemas del Emérito y hasta en los tarjetones de invitación a los actos presididos por Felipe se pone Pedro delante y relega al Monarca a una línea tercerona. No cabe duda de la voluntad socialista y chavista de forzar las costuras del sistema. Y cuando están a punto de romperse, estiran un poco más, a ver qué pasa. Está en la naturaleza de una izquierda que bebe a conciencia y con ostentación de la que hace muchos años, y en general con las mismas siglas, decidió que la Segunda República era suya y que la derecha, accidentalista o no, era de peor condición. Por eso no podía gobernar aunque ganara las elecciones. Lo volverán a hacer y ya han empezado.
Lo volverán a hacer asimismo los chalados que con gnosticismos de todo a cien son incapaces de sacudirse el anticatolicismo militante. En una nación laica como Francia, donde se llegó a consagrar catedrales a la diosa Razón, encontramos hoy un respeto a los sentimientos, al culto y a la expresión religiosos que ya nos gustaría ver en la aconfesional España. Los últimos presidentes franceses son mil veces más considerados, no a pesar de la laicidad sino como resultado de ella. Como allí todavía se estudia bien, resulta que también se habla, se escribe y se razona sin perder la sindéresis. Por eso han elaborado las diferencias entre laicismo y laicidad, o entre lo laico y lo laicista. Paralelamente, la Iglesia católica, a instancias de Benedicto XVI, recuperó la idea de un atrio de los gentiles porque «al diálogo con las religiones debe añadirse hoy sobre todo el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño».
Siendo tan razonablemente cómodas las relaciones entre creyentes y no creyentes gracias a la buena disposición tanto de la Iglesia como del Estado laico por excelencia, España es la excepción. Mientras sigue desbordada y desnortada, orbitando alrededor de las novedades americanas y los relativismos posmodernos, la izquierda española no renuncia a su vieja seña de identidad anticatólica. Y se ve impelida a hacerlo de forma militante. Con una provocación permanente que va de la amenaza a la escuela concertada a la chalada simbología del reciente homenaje de Estado a las víctimas del Covid. Con el agravante de que esta chaladura va a convertirse, según nos advierten, en norma, a partir de ahora, en todos los actos «de Estado». La renuncia a lo religioso en los actos oficiales es atendible dado que «ninguna confesión tendrá carácter estatal» (artículo 16.3 CE). Es atendible, sí, pero con reparos, pues ese artículo no se queda ahí, y continúa: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Nótese cuál es la única confesión que se cita. No hacerlo sería negar la realidad. Con todo, no hay problema si un gobierno desea borrar cualquier huella religiosa de los actos «de Estado». Pero entonces, lo que debería adquirir solemnidad, ya que no la cruz, es la bandera, el himno, la Constitución. Pero resulta que, en la estrambótica ceremonia del jueves, la bandera de España dormía en un extremo junto con otras veintidós, todas del mismo tamaño. Una ilegalidad, por cierto. Y, en todo caso, una forma de rebajar al Estado en un acto de Estado. Lo de las simbologías para iniciados de las que Azaña se choteó tras su visita a la logia de la calle del Príncipe también lo volverán a hacer.