El CIS ejerce sobre los parlamentarios el mismo efecto que la acumulación del bote sobre los concursantes de Pasapalabra: la audiencia sube y con ella la tensión en el plató –perdón, en el Hemiciclo–, pero todo se reduce a saber quién se llevará el dinero. Quién dispondrá de los recursos del Estado, que eso es ganar unas elecciones. Bajo la presión del botín las rivalidades se polarizan y las alianzas se disuelven. La alianza entre Rivera y Rajoy nunca estuvo presidida por la confianza, pero hoy ya sólo les une un desdén ensordecedor. Se aprecia en los furiosos aplausos con que la bancada pepera corona las réplicas de don Mariano, que ha desempolvado su retranca consciente de que la moral de su tropa la necesita. Y junto con la ironía, Rajoy recupera sus coloquialismos arcaizantes: si en Sevilla cargó contra los «parlanchines», ayer llamó a Rivera «aprovechategui». Lo cual confirmaría el decisivo influjo de Supergarcía en la formación intelectual del presidente.
No es que Rivera rompa con Rajoy: el cordial desprecio que se profesan es ya viejo. Lo que se dirime es el bote, el voto crecido de los hartos de nacionalismo, el descontento del personal con un 155 flácido que no ha servido más que para pagar las facturas de la Generalitat; si para colmo se han pagado las que no se debían es otro debate entre Llarena y Montoro, ya parece que apaciguado. Es el Consejo de Ministros quien está aplicando este 155, y de poco sirve que arguya obediencia a lo pactado con Cs y PSOE para diluir responsabilidades, porque unos están en la oposición y el poder lo ejerce el Gobierno. Cuando el PP se escuda en que Rivera y Sánchez desaconsejaban a Rajoy el 155 está subrayando su impotencia y ocultando el desarrollo de los acontecimientos. Ese titular ocupaba nuestra portada el 3 de septiembre: tres días después los separatistas dieron el golpe parlamentario que pisoteó los derechos de Arrimadas y de Iceta, jornadas que lógicamente extinguieron los miramientos centristas y socialistas con el polémico artículo. «Cuando las circunstancias cambian, yo cambio con ellas. ¿Usted qué hace?», desafiaba Keynes. Acusa Rajoy a Rivera de oportunista, pero que un político llame oportunista a otro recuerda un poco a Guardiola despachando a los jugadores del Madrid por «atletas». En el sentido de la oportunidad consiste, desde Maquiavelo, el arte mismo de la lucha por el poder.
La excusa para la penúltima escaramuza fue el voto delegado de dos ilustres forajidos, el Batman y el Robin del procés en el exilio: Puigdemont y su fiel confidente Comín. Rivera preguntó a Rajoy por qué el Gobierno no recurre al TC para impedir que ambos superhéroes en la ficción decidan una investidura en la realidad. Rajoy adujo que sus servicios jurídicos le niegan «legitimidad». Fantástico. Así que el Gobierno no tiene derecho a impedir que dos célebres conculcadores de la ley la conculquen una vez más. El motivo profundo hay que buscarlo en la conveniencia política: Rajoy necesita que se forme Gobierno en Cataluña para que se levante el 155 para que el PNV le apruebe los Presupuestos para que le dejen terminar la legislatura en paz. Que es lo que Cs no quiere que suceda.
En la dialéctica PP-Cs, la izquierda ejerce de espectadora frustrada. El mutis de Cifuentes echa agua al fuego purificador de Robles e Iglesias, y a feminista nadie gana ya al ministro Catalá. Quien no sólo vio todos los órdagos de Montero, sino que anuncia una «guía de lenguaje inclusivo». Esfuerzo inútil: se sigue llamando Rafael. Quizá cambiando de sexo y adoptando un nombre artístico –¡de Rafael Catalá a Raffaella Carrà!– se haga perdonar un día lo imperdonable a juicio de las SS de la Sensibilidad Salem: ser del PP.