El 5 de septiembre, Carles Puigdemont anunció una lista de condiciones para apoyar la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno y fijó la amnistía como punto previo para las negociaciones. En este mes, Sánchez se ha guardado de mencionar la palabra, a diferencia de sus aliados parlamentarios, de sus adversarios políticos y de toda la prensa nacional. Hay que remontarse dos meses y medio en la hemeroteca para descubrirle la palabra, durante la campaña electoral, cuando el presidente la empleó para presumir de una línea roja que no traspasó en el pasado.
Sánchez decidió ayer mencionarla de nuevo. En esta ocasión, en una rueda de prensa posterior a la cumbre de Granada. Admitió que negocia la amnistía, pero se reservó los detalles. «Nosotros conocemos la propuesta de Sumar», dijo, «como conocemos también la propuesta de otros partidos políticos en relación con la amnistía, que no deja de ser una forma de tratar de superar las consecuencias judiciales a la situación que vivió España con una de las peores crisis territoriales de la historia de la democracia en el año 2017».
En la comparecencia, el presidente en funciones admitió que las conversaciones siguen abiertas y que «no habrá acuerdo hasta que todo esté acordado», lo que no deja de revelar una verdad incómoda. El candidato socialista reconoce que negocia la amnistía para conseguir su investidura, pero trata de convencer a los españoles de que lo hace, en primer lugar, por el bien de la convivencia en Cataluña, con el mismo espíritu con que reformó la sedición o indultó a los golpistas. ¿Para qué demorar tanto, entonces, una medida tan beneficiosa para los españoles? ¿Por qué no la aplicó antes, a fin de resolver cualquier cuenta pendiente?
Lo cierto es que Sánchez no es ajeno al desgaste político que le procurará una ley de amnistía que es, a todas luces, un salto cualitativo respecto a los indultos, pues extingue cualquier responsabilidad penal y degrada el Estado de derecho español. El presidente pronunció la palabra dando a entender que cuenta con una iniciativa propia y distinta, entre otras, a la de Sumar. Pero es innegable que las dos comparten la amable conclusión de que «no es más» que una forma de superar las «consecuencias judiciales» de una gravísima crisis de la que omite sus responsables.
El fondo de la cuestión es perverso. Significa que los actos delictivos de quienes se sublevaron contra el Estado de derecho no deben tener «consecuencias judiciales» porque Sánchez necesita sus votos para la investidura. Nada importa que la operación se lleve por delante, entre tanto, el principio de igualdad ante la ley de todos los españoles. Es difícil encontrar una medida menos progresista para un Gobierno que se apropia de dicha bandera.
Todavía corresponde preservar la cautela hasta que se publiquen los términos del acuerdo del PSOE con los nacionalistas. Desconocemos, en esencia, hasta qué punto la ley que se elabora será desastrosa. Pero hay al menos dos aspectos que quedan claros. Uno es que los actos delictivos tienen consecuencias judiciales para todos los españoles, salvo para Puigdemont, que podría volver al país con el historial limpio y la posibilidad de recuperar la presidencia de la Generalitat, sin necesidad de renunciar a un nuevo levantamiento contra la democracia.
El otro aspecto es que las medidas de gracia para los golpistas, lejos de «mejorar» la situación en Cataluña, sólo aplazan los apuros. En este sentido, es muy recomendable la lectura de la entrevista publicada en EL ESPAÑOL a Carles Campuzano, consejero de Derechos Sociales de la Generalitat y una de las voces tradicionalmente sosegadas del catalanismo. En el titular reside la esencia del problema. «Habrá amnistía e investidura», aseguró al entrevistador, «y tú yo veremos una Cataluña independiente».
Los partidarios de la amnistía pueden tratar de regatear el debate moral de la amnistía sustituyéndolo por el debate jurídico y su supuesta cabida en nuestra Constitución, lo que no es más que un esfuerzo de escaso recorrido, como desgranó el catedrático Agustín Ruiz Robledo en este diario. Pero hay otra realidad más complicada de ocultar.
Hacer concesiones a los nacionalistas es, al mismo tiempo, estimularlos. Salta a la vista que ninguna sirvió para obtener su arrepentimiento y neutralizar sus amenazas. Hasta quienes defendieron posturas más alejadas de la ruptura se han abonado al lenguaje de los radicales. Las lecciones de la historia son claras. Se están repitiendo. Las concesiones apaciguan por un tiempo, pero el terreno perdido rara vez se recupera. La amnistía es un camino suicida. Y el presidente, a la luz de sus palabras, está por la labor de explorarlo.