Miquel Giménez-Vozpópuli
  • Cumbre de la NATO. Los dirigentes de occidente y sus jefes de inteligencia en un mismo sitio. Y Vladimir está deprimido.

Nadie negará que para cualquiera de los países opositores a occidente la cumbre de la NATO es una perita en dulce. Desde poner en parrilla – seguimiento – a políticos para ver con quién se ven discretamente a pinchar conversaciones, un amplísimo abanico se abre ante los servicios chinos, rusos, venezolanos, cubanos, iraníes y suma y sigue. Estas cumbres son ideales para darle la vuelta a un agente enemigo, es decir, convencerlo de que traicione a su patria, sustraer documentos sensibles, suprimir a alguien a base de polonio o, mucho más cruel, por ingesta de caldo de tetra brik. Pues bien, tengo un amigo, Vladimir, espía de la inteligencia rusa, que anda tristísimo. He quedado a tomar un café, previo análisis del laboratorio forense de toxicología.

Está el hombre con la moral por los suelos porque durante toda su vida de espía ruso, lo que ya es ser espía, había soñado encontrarse en una situación como esta: Madrid, dirigentes que van del presidente de los EEUU al primer ministro británico, pasando por el francés o el canciller de Alemania, directivos de servicios de inteligencia occidentales como la CIA-DIA, el MI6, la DGSE francesa, el BND alemán, el ABW polaco o el AIVD holandés, incluso algún invitado como el Mossad, la SUPO finlandesa o el MUST sueco. Cito de memoria. Pues nada, dice Vladimir que está todo el pescado vendido, que por él como si reúnen los Sabandeños y que piensa pasarse la cumbre sentadito tranquilamente al sol en la Plaza Mayor, tomando cañas y comiendo bocadillos de calamares. El ruso me ha dicho que no vale la pena espiar en España por la competencia desleal. “No te imaginas como está tu país, repleto de aficionados que a la primera noticia que tienen corren a la embajada rusa. Chico, no damos abasto”. Yo le he replicado que mejor para ellos, porque eso redundará en una mejor composición de lugar pero el ruso, tras pegarle una dentellada de lobo siberiano al bocata – de calamares, sí- que estaba trajinándose me ha dicho que no, que los únicos dosieres que reciben de políticos, ministros, periodistas, gente del artisteo e incluso algún que otro militar despistado no sirven ni para ponerlos en el suelo después de haber fregado. “En España no tenéis nada que valga la pena espiar y lo que sería de importancia, a saber, lo que os cuentan vuestros socios, es irrisorio porque no hay nadie en la comunidad internacional de inteligencia que se atreva a deciros ni la hora”. ¿Tan mal estamos? Peor, me ha dicho con cara fúnebre. Los espías rusos aquí servimos menos que un libro de Vargas Llosa en la Isla de Supervivientes. Lo poco que vale la pena saber lo cuenta a diario el gobierno y sus adláteres, como la fecha en la que salía aquel barco cargado de ayuda a Ucrania, que la dijo en rueda de prensa Sánchez. Así, a ver quién es el guapo que espía nada. Total, que Putin va a reciclar su antena de espionaje en una red de restaurantes de pinchos. Y Vladimir no se ve, teniendo la Orden de Lenin, diciendo “¡Marchen tres de tortilla, dos de chistorra, tres de ensaladilla, cuatro cervezas!”.

Lo he dejado despotricando sobre lo chafarderos que somos los españoles y asegurando que va a dejar el espionaje y se va a dedicar a ser jurado de algún concurso de nuevos talentos. Y es que cuando en un país lo que se sabe es porque lo dice un bocachanclas o, mucho peor, carece de interés, señal de que hay que apagar las luces y dedicarse a otra cosa. Probablemente, al bocadillo de calamares.