JOSé ANTONIO ZARZALEJOS – EL CONFIDENCIAL

La política española –quiérase o no– ha dado un vuelco en apenas veinticuatro horas tras la brutal convulsión de los ataques de Barcelona y Cambrils

Es “miserable” trazar relaciones entre los trágicos atentados del 17-A en Cataluña y el proceso soberanista, declaró el presidente de la Generalitat. Dicho así, tiene razón. Es muy necesario manejar bien los silencios en estos momentos de duelo y administrar correctamente y con sensibilidad las palabras y, por tanto, ponderar las valoraciones y análisis sobre los feroces ataques terroristas perpetrados por una célula de islamistas radicales nutrida de efectivos y pertrechada con los peores propósitos asesinos.

Pero es también obligado y sensato atenerse a algunas deducciones que se desprenden de una mera observación de lo que ha sucedido. Los gobiernos de España, el autonómico catalán y todos los partidos repararán en que la brutal convulsión provocada por estos atentados altera la agenda de previsiones de los hitos políticos inmediatos, sean estos cuales fueren, porque la naturaleza de los acontecimientos impone una prioridad absoluta: la gestión de la seguridad pública conjugada con la exigencia de mantener los valores esenciales de una sociedad democrática, como la libertad en todas sus formas, desde la de expresión hasta la de movimientos de los ciudadanos. El contexto de la política española –quiérase o no– ha dado un vuelco en apenas veinticuatro horas.

Pese a que los atentados no son evitables, se han observado en este caso carencias e insuficiencias que hay que reparar de manera inmediata

Tenemos la certeza –ayer lo escribía en ‘La Vanguardia’ Albert Batlle​, anterior director general de los Mossos– de que los cuerpos policiales, al margen de los avatares políticos, han trabajado coordinadamente y de forma leal, lo que ha evitado la comisión de otros atentados. Carecería de sentido que esta sintonía policial en vez de incrementarse disminuyese o se deteriorase. Huelga en este momento pormenorizar de qué manera la policía catalana está en el debate soberanista y el despropósito que supondría alterar su ‘statu quo’ en las actuales circunstancias, cualificadas por el hecho comprobado de que Cataluña es la cuna del salafismo en nuestro país y de que en ella se entraña uno de los focos principales de ese fanatismo criminal en el sur de Europa.

Sin embargo, tenemos también la certeza de que, aunque los atentados no son evitables siempre y en todo caso, se han observado carencias e insuficiencias que hay que reparar de manera inmediata. Basten dos apuntes: ningún cuerpo policial detectó a tiempo la presencia y actividad del grupo terrorista, y determinadas prevenciones no fueron cubiertas, como la instalación de bolardos en la Rambla barcelonesa.

La comprobación de que los Mossos d´Escuadra mostraron una reacción rápida, eficiente y contundente y de que la Generalitat actuó y actúa de modo también eficaz y ágil, nos tendría que llevar a felicitarnos por la fortaleza del autogobierno estatutario en una materia tan delicada como la seguridad y la gestión de una crisis ciudadana de gran envergadura, pero también a subrayar cómo el Gobierno manejó a control remoto la coyuntura en estrecha colaboración con el Ejecutivo catalán en un momento en el que las relaciones entre ambos distan de ser fluidas.

Si en este episodio tan duro, tan extraordinariamente grave, ha sido posible acordar legal y razonablemente un reparto de roles y una buena coordinación de acciones, ¿acaso no deberían extraerse aleccionadores criterios para abordar otro tipo de conflictos? Aunque la respuesta de la clase dirigente catalana comprometida temerariamente con el proceso secesionista sea negativa, funcionará el principio de realidad según el cual en la política rige una invisible ley de la gravedad que termina por imponerse.

El Gobierno manejó a control remoto la coyuntura en estrecha colaboración con la Generalitat cuando las relaciones entre ambos distan de ser fluidas

No se trata, en consecuencia, de relacionar torticeramente los atentados con el proceso secesionista, sino de alertar de que estos modifican sustancialmente el marco de referencias sociales y ciudadanas y reubican las prioridades y demandas, emergiendo con una fuerza extraordinaria la de garantizar la seguridad, lo que concierne a tres ámbitos de actuación: el autonómico, el estatal y el europeo.

Por lo demás, estos atentados –y la respuesta policial por fortuna fulminante– afectan directamente a la percepción de seguridad en España –y específicamente en Barcelona y Cataluña– y repercuten negativamente sobre un sector tan estratégico como el turístico; sitúan a nuestro país en el expositor a efectos de evaluación de las capacidades del Estado y de las demás administraciones para encarar el desafío terrorista y, por sus implicaciones y ramificaciones de todo orden, son hechos que garantizan un largo y continuado relato mediático en todo el mundo occidental.

En definitiva, el 17-A dispone de una enorme capacidad de transformación que es autónoma al propósito de la clase dirigente e incide sobre toda la política española y, especialmente, la catalana. Todos están –unos más que otros– haciendo esfuerzos por mantener la imagen de unidad de acción que requiere este tipo de crisis. Es una unidad precaria. No conviene, por eso, fomentar más las diferencias ni incurrir en valoraciones precipitadas, pero es obligado advertir que hay un antes y un después de los atentados que someten a revisión profunda –se desee o no– la agenda de las previsiones políticas. La dinámica pública se produce siempre en el teatro de unos acontecimientos muchas veces imprevisibles y que exigen una readaptación constante. La alternativa es gobernar al margen de los ciudadanos y, por tanto, en el vacío.