La pandemia fue un suculento negocio. Hasta ahora nos conformábamos con saber que trajo la desolación de millares de familias y que demostró la incompetencia de la administración a todos los niveles, muy especialmente de las autoridades políticas con mando en plaza que andaban como perro loco tratando de escamotear sus responsabilidades, mientras utilizaban a los sanitarios para apelar a nuestra comprensión por sus esfuerzos. Quién olvidará al Comité Científico que nunca existió pero al que se echaba mano para tapar el desastre que no estaba a nuestro alcance entender.
Y al final nos encontramos con la realidad que se encubría tras una fachada de titánicos esfuerzos para minimizar la incompetencia, la arbitrariedad y la falta de sentido común, cuando los hospitales se atiborraban y los muertos se cubrían de anonimato para salvar las jetas de los líderes. Que personajes como Francina Armengol eran la frivolidad empoderada estaba en su currículo de farmacéutica por herencia, estudiante poco dotada de Derecho en la Universidad de Barcelona, formada en ese máster de buenismo soleado que es y fue desde su nacimiento el PS de Cataluña. Cuando la denunciaron por saltarse sus propias normas anticovid, porque la pillaron de fiesta social en una madrugada del confinamiento, la verdad es que no me sorprendió. Tampoco que la nombrara el presidente del Gobierno para que le decorara el Parlamento a su gusto, y menos aún que dejara hacer a los que menudeaban el negocio sin atreverse a reclamar los millones malgastados en unas mascarillas que ni ella iba a usar, y que al fin y a la postre nadie podía enterarse de que se amontonaban en un almacén hasta que el polvo las disolviera mientras ella y sus amigos, todos muy empáticos, siguieran al mando de la máquina de repartir mordidas de Estado.
Conseguir mascarillas, guantes, batas… se convirtió en un negocio suculento para los avispados que tenían un pariente, un primo, un amigo que era alguien en un ministerio o en una alcaldía
Pero como siempre suele ocurrir, para ejercer de pijeras se necesita que los machacas hagan su trabajo sucio. Y ahí estaba Koldo, el cortador de troncos a pelo, amparado en una empresa cuyo nombre suena a sarcasmo, “Soluciones de Gestión, Sociedad Limitada”, que no tenía otros límites que el alcance del chanchullo y a la que la fiscalía califica de “organización criminal”, que suena muy fuerte. Que Ábalos antes de ser ministro y Koldo después de dejar el hacha estaban llamados a entenderse no resulta demasiado complicado; cada uno tenía lo que el otro requería. El maestro Sánchez es pródigo en esos saberes y hasta constituye una manera de acción política que en todo momento entra más en los juegos de azar, las marrullerías del tahúr, que en tener un planteamiento que supere la ambición eterna del fullero; jugar siempre para ganar al precio que sea.
La pandemia no sólo nos dejó el rastro de tragedia social y desolación cívica, porque nos encontrábamos con un mundo sin precedentes en el que la autoridad del mando no servía para paliar nada sino para engañarnos, como si retrocediéramos décadas, incluso siglos. También nos quedó un poso de ignorancia que interpretábamos como si fuera una maldición bíblica y sin embargo ahí estaban los buitres de Estado con una idea muy clara: nada mejor que una gran catástrofe para procurarse un gran festín. Conseguir mascarillas, guantes, batas… se convirtió en un negocio suculento para los avispados que tenían un pariente, un primo, un amigo que era alguien en un ministerio o en una alcaldía o cualquier institución con fondos para corruptos, y no quedar en ridículo ante la opinión pública que se preguntaba a qué se dedicaban antes de que llegara el terremoto.
Después de años haciendo chistes sobre los productos chinos de imitación ahora resultaba que todos los intermediarios querían ser Marco Polo con botín. Tengo la impresión que los tribunales no lo tendrán fácil para condenar una práctica nebulosa del mundo de los negocios: cómo se evalúan los costos de la intermediación. No así en el de la conciencia ciudadana, porque no sólo cobraron de manera abusiva sino que engañaron con material defectuoso; pagos a ciegas por adelantado y exprés. La clase política tiene responsabilidades de gestión, no sólo porque su incompetencia debería barrerlos de la vida pública sino porque los muertos están en su mochila y no hay Koldo que les libre de su participación en las mordidas, por estupidez o complicidad. Incluso los Koldos la aumentan, porque añaden la estafa con la tapadera del partido.
Los gozosos intermediarios de las mordidas son por definición apolíticos. El que se inclinen a izquierda o derecha depende de las circunstancias, de nuevo es el azar el que cuenta. Hay que entenderse siempre con el que tiene la llave de la caja; la clave del invento está siempre en el que administra, y así ocurre que Salvador Illa, en su época de ministro de Sanidad tiene siempre más cerca una intermediaria que es de La Roca del Vallés, donde nació y fue alcalde, y que le promete guantes y batas en la época pandémica, que ponerse a buscar con urgencia otro suministrador más solvente. Nada garantiza a nadie a menos que sea transparente. Alcanzaríamos la vergüenza nacional si los únicos casos investigados lo son porque utilizaron fondos europeos. Lo nuestro parece gratis y está para repartir entre los nuevos Mosqueteros.
Las definía era la incompetencia de una clase política que aprendió a dar mítines pero no tiene zorra idea de cómo gestionar las emergencias, y menos aún sentido del ridículo y decencia para buscarse a alguien que sepa
Los protocolos de la administración saltaron hechos añicos durante la pandemia en todas y cada una de las autonomías, en algunas con más descaro que en otras, pero lo que las definía era la incompetencia de una clase política que aprendió a dar mítines pero no tiene zorra idea de cómo gestionar las emergencias, y menos aún sentido del ridículo y decencia para buscarse a alguien que sepa. Porque, a lo que se ve, sí hubo una mano que aceptaron, la de abrir la cartera de los fondos, para derramarlos. La responsabilidad de Ábalos es la de un líder sin cabeza que se siente a gusto con un tipo como Koldo, pero la pericia de unos trepas para labrarse un patrimonio está en la facilidad que encuentran utilizando las redes del Ministerio y de las Autonomías que les son afines. ¿Habrá que utilizar a Pepiño Blanco y su metamorfosis en José Blanco, engrasador de bielas administrativas?
En la imposible defensa de Francina Armengol sobre su inanidad personal y política aparece el gesto enfurruñado de echarle la culpa al compañero de pupitre, en este caso al anónimo “Servicio Técnico de Salud” y en su detrimento el manido “la Administración es lenta”. Sin el silencio del Servicio Técnico y la lentitud de la Administración ella jamás hubiera llegado a Presidenta del Parlamento. Y eso lo sabe quien la puso.