JOSEBA ARREGUI-EL CORREO

  • Es difícil mantener como fundamento de la democracia la idea de soberanía colectiva activa si la polarización radical de la política acaba en totalitarismo

En un libro reciente, ‘El siglo del populismo’, Pierre Rosanvallon escribe: «La vida política es un cementerio de críticas y de alertas que resultaron impotentes para modificar el curso de las cosas» (p. 24). Las críticas y alertas a las que se refiere Rosanvallon son proyectos populistas -en Francia, en EE UU, en Rusia- que no cuajaron, a pesar de contar con muchos de los elementos que hoy caracterizan a los proyectos políticos populistas.

Frente a esos fracasos condenados al cementerio de la historia Rosanvallon reivindica la recuperación del populismo como una forma límite de la democracia que puede servir para superar las exageraciones de las propuestas populistas actuales en cuestiones como el referéndum, la polarización política extrema, la visión unanimista de la voluntad general, recuperando para ello, entre otros elementos, el valor de las constituciones democráticas y las agencias reguladoras independientes, aunque ambos elementos sean en el caso del populismo español de Unidas Podemos objeto de crítica radical.

El punto de partida desde el que Rosanvallon pretende incluir el populismo como una forma límite de democracia es que la verdadera democracia consiste en ir construyendo un sujeto colectivo soberano activo permanentemente, un proceso en construcción continua -como el nacionalismo por otro lado-, subrayando siempre que la verdadera democracia solo se puede construir a partir del fundamento de la soberanía colectiva.

Si por casualidad algún lector procede a la lectura del trabajo de Rosanvallon en el contexto de la lectura de la biografía de Vasili Grossman -Alexandra Popoff- y de las novelas fundamentales del propio Vasili Grossman -‘Stalingrado’, en edición no depurada por la censura soviética y con el título que quiso Grossman y no el que forzó el régimen soviético, ‘Por una causa justa’, además de ‘Vida y destino’ y ‘Todo fluye’-, se preguntará necesariamente si lo que merece acabar en el cementerio de la historia no es el punto de partida mismo que elige Rosanvallon para ubicar el populismo como forma límite de la democracia.

Es difícil mantener como fundamento de la democracia la idea de soberanía colectiva activa tras ver reflejadas en la vida y obra de Grossman los efectos de dicho principio llevado hasta sus últimas consecuencias. Si términos y eslóganes como ‘el pueblo Uno, el hombre Uno’, si la devaluación del valor de las elecciones representativas frente a la fuerza de la voluntad general manifestada en los referéndums, si la polarización radical de la política han servido en la primera mitad del siglo XX para implantar regímenes totalitarios, para crear regímenes que están y actúan contra su propia sociedad (Tony Judt), si los regímenes totalitarios se transforman indefectiblemente en regímenes nacionalistas -la transformación de la Segunda Guerra Mundial por Stalin en una guerra nacional rusa para llegar a la persecución de los judíos terminada la misma-, es el fundamento mismo de la soberanía colectiva activa la que debe encontrar su sitio definitivo en el cementerio de la historia .

No es cuestión de retoques en ese principio fundamental, no se trata de completarlo con el valor de la constitucionalidad y de las agencias independientes. Es el principio mismo de la soberanía el que debe se repensado en profundidad, máxime cuando lleva los apellidos de colectiva y activa.

Debiera ser sabido que el término soberanía viene a ocupar el lugar que antaño cubría Dios en el proceso de legitimación del poder. Debiera ser sabido que la voluntad general de Rousseau bebe su fuerza y su capacidad de seducción del principio de soberanía sustitutiva de la legitimación divina (G. Mairet) y que en ese sentido es contrario a la democracia.

Llama la atención cómo en la obra citada de Pierre Rosanvallon van apareciendo términos religiosos, a veces incluso directos. Habla de liturgia, de encarnación, ser para todos (eucaristía), unanimidad, el horizonte de unanimidad. Pero no plantea ninguna reflexión sobre cómo la desaparición de Dios en la cultura moderna conduce no una mayor libertad, sino a ideologías que absorben para el mismo hombre los atributos de perfección y omnipotencia del Dios destronado.

Vasili Grossman, en su vida y en los escritos citados plantea las consecuencias de pretender materializar el principio de la soberanía colectiva activa y permanente: seres humanos rotos, desarraigados, desgarrados, aislados cada vez más frente al poder aplastante del Estado, a la deriva, sin criterios para decidir entre el bien y al mal.

En un diálogo que se produce en un campo de concentración alemán y en el que se hallan prisioneros rusos de guerra, el tolstoiano Ivankov le espeta al jefe de los bolcheviques en el campo, Mostovkoi, que ellos, los bolcheviques, han dado la primacía a la lucha por el BIEN, cuando de lo que se trata es de la BONDAD de las acciones. No se puede liquidar la bondad en cada acción humana persiguiendo instaurar el bien ideológico, abstracto.