LA INDIGNACIÓN suscitada por el desamparo de Pablo Llarena debería hacer reflexionar al Gobierno, que mantiene su decisión de dejar solo al juez en la causa que ha abierto contra él la Justicia belga, atendiendo una demanda de Carles Puigdemont. Se trata de una humillación insoportable. Renuncia a la dignidad institucional un presidente del Gobierno que antepone la complacencia de aquellos que le auparon al poder a la defensa del defensor del Estado frente al golpe. No solo fragiliza al Estado por un puñado de escaños, sino que refuerza la narrativa falsaria del supremacismo, obsesionada con Pablo Llarena por una razón: porque encarna la aplicación de la ley que el separatismo ansía liquidar en Cataluña. Por eso le han amparado el Consejo General del Poder Judicial, la Abogacía del Estado y todas las asociaciones de jueces y fiscales –menos las afines al PSOE–, que acusan al Gobierno de dejación de funciones.
Cabe recordar que la demanda civil interpuesta por Puigdemont persigue la inhabilitación del magistrado con el absurdo argumento de que manifestó, durante una charla en Oviedo, una opinión personal: que en España no hay presos políticos. Que la Justicia belga crea lo contrario es patético, tanto como que la ministra de Justicia de España escamotee el respaldo oficial al instructor del Supremo, como si fuera algo personal recordar que España no es una dictadura. Lo cierto es que la demanda de Puigdemont es jurídicamente infumable, y los pretextos formales de Dolores Delgado son insostenibles fuera de la conveniencia política.
Pedro Sánchez ha pasado de criticar la judicialización de un problema político a politizar el criterio de actuación judicial del Estado. Abandonar a Llarena envalentonará más al independentismo, al precio de debilitar el discurso constitucional y profundizar la fractura en la sociedad catalana. Contra lo que vende Moncloa, la situación se está deteriorando. Mientras en el exterior Torra ha reabierto varias embajadas para relanzar su propaganda, en el interior de Cataluña emplea a los Mossos como policía política para amedrentar con identificaciones a los catalanes que defienden la Constitución y se oponen a la ocupación totalitaria del espacio público mediante la proliferación de lazos amarillos, marcador identitario que proclama la infamia desmontada por Llarena: que en España no rige el Estado de derecho. Son elocuentes en ese sentido la agresión a una mujer en Barcelona y el incidente sufrido por el columnista de EL MUNDO Arcadi Espada, identificado por los Mossos por alterar un lazo amarillo previamente instalado en una rotonda de Ametlla de Mar. Esta política de intimidación del discrepante, agravada por el tuit del alcalde calificando de «bichos» a Espada y sus acompañantes –la deshumanización es la premisa del fascismo–, no encuentra réplica desde el Gobierno, refugiado en una equidistancia mentirosa con tal de comprar más tiempo en Moncloa a sus socios de censura.