EL CORREO 10/12/14
XABIER ETXEBERRIA MAULEON, MIEMBRO DEL CENTRO DE ÉTICA APLICADA DE LA UD
· La conciencia de derechos humanos empieza cuando ante el daño que otro nos causa percibimos que hay una injusticia que afecta a nuestra condición de humanos
Como cada año, este 10 de diciembre, aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, nos convoca a avivar nuestra apuesta cívica sostenida a favor de ellos. En estas líneas pretendo recordarlo dando cuenta de lo que considero que es el corazón de estos derechos: su referencia a las víctimas.
Tendemos a pensar que los derechos humanos son el conjunto de documentos de Naciones Unidas que los formulan. Y este es un aspecto muy importante de ellos. Pero tales derechos no surgieron de encuentros internacionales. En ellos se llegó a acuerdos –con sus logros y sus limitaciones– sobre cuestiones previamente alentadas por experiencias sociales y por reflexiones ligadas a ellas. Pues bien, esas experiencias son, decisivamente, las de la indignación moral ante la victimación sufrida.
En lo fundamental, empieza a haber conciencia de derechos humanos no cuando en abstracto analizamos lo que somos descubriendo que, entre otras cosas, somos sujetos de derechos, sino cuando, ante el sufrimiento y daño que otro nos causa percibimos que hay una injusticia que afecta a nuestra condición de humanos y exclamamos indignados: ¡no hay derecho! Es la conciencia de victimación la que, confrontándose con intuiciones latentes, abre a la revelación nítida de que un derecho dado existe para todos nosotros, marcándole además a este su sentido y alcance fundamentales. Los derechos se nos hacen plenamente visibles como reacción a las violaciones de ellos.
Evidentemente, se llega a esta conclusión tras una purificación, históricamente laboriosa, de la experiencia de victimación. Porque es fácil engañarnos reclamando un derecho humano allá donde, aunque haya sufrimiento, no hay injusticia, o allá donde la ‘injusticia’ tiene que ver con ‘derechos’ que nos autoasignamos como grupo particular, esto es, con privilegios.
Experiencialmente se avanza en esta purificación cuando en quien sufre la injusticia aflora esta convicción: si se lo hicieran a cualquier otro también lo consideraría injusto. O dicho de otro modo: cuando lo que hace estallar nuestra indignación es la victimación vista en cualquier otro humano, pertenezca o no a nuestros grupos identitarios. De esta forma, esos derechos muestran su ineludible rasgo de universalidad a la manera de la universalidad solidaria entre humanos en nuestra condición de actuales o potenciales víctimas, lo que, a su vez, se convierte en nueva referencia para afinar la naturaleza de la victimación moral.
Esto implica que las fuentes históricas primarias del emerger de la conciencia de los derechos humanos no están tanto en reflexiones de tinte filosófico o en formulaciones jurídicas elaboradas por los poderes políticos, como en los relatos que dan cuenta de esas victimaciones (a veces enfrentándose a tales reflexiones y formulaciones), que se van abriendo progresivamente a desbordar toda barrera entre humanos, respetando a la vez la potencialmente rica diversidad.
La reflexión y la juridificación tienen que venir, porque son el segundo momento de purificación de los derechos mostrados en la victimación y, además, la vía para que las instituciones públicas se conviertan en garantes de ellos. Pero es muy importante que se enraícen en las experiencias citadas. A partir de lo cual, podrá generarse un círculo virtuoso: las vivencias moralmente lúcidas de victimación alimentan la reflexión y juridificación, y estas a su vez no solo permiten sacar a la luz otras victimaciones, sino que ofrecen instrumentos adecuados para que los derechos humanos de todos se disfruten.
Contemplar así estos derechos, además de ‘encarnarlos’ en la realidad, ofrece pistas importantes para velar por su cumplimiento. Para empezar, se hace manifiesto que una de las opresiones más básicas que pueden llevar a cabo los poderes existentes es la de desactivar o bloquear la dinámica de indignación a través de la dominación cultural. Frente a ello, la concienciación social desde las experiencias de injusticia, purificada de sus desviaciones, es clave.
En segundo lugar, este enfoque de víctimas es la mejor referencia para denunciar una perversión interna al ámbito de los derechos humanos: la de ejercer algunos derechos en formas tales que invisibilizan o incluso generan víctimas, con lo que estas no son reconocidas como tales ¡en nombre de los propios derechos! A veces la perversión es descarada, como sucede con el terrorismo que reclama derechos identitarios o sociales a través del asesinato. Pero otras es más sutil: como cuando se reclama la libertad de mercado como derecho que permite dinámicas tales que implican enormes victimaciones que quedan semiocultas, sin responsabilidades claras; o como cuando se atribuye toda la causa de la discapacidad al déficit que pueden tener las personas, con la correspondiente limitación de sus derechos, ignorando que la causa fundamental es el diseño estructuralmente no inclusivo, injusto, de la sociedad, que las condena así a la exclusión.
En todos estos casos, se ignora o incluso niega la interdependencia e indivisibilidad de los derechos humanos. En los segundos, se ‘naturaliza’ –des responsabilizando socialmente al declararla incambiable– una situación que es fruto de la iniciativa humana injusta. Ante las víctimas, todos estos mecanismos se derrumban estrepitosamente: cuando el ejercicio de un derecho produce y oculta víctimas, cuando no reduce la victimación, o no es derecho o está gravemente deformado en su concepción y puesta en práctica.