¿Es comprensible que un partidario de ampliar los derechos humanos a los grandes simios o a todos los vertebrados, niegue a personas de verdad, unos 16 millones de españoles, el derecho de escolarizarse en su lengua materna? Es más, ¿negaríamos a un chimpancé el derecho a ser escolarizado en castellano, si ésta fuese la lengua propia?
Un grupo de intelectuales ha firmado un manifiesto por la koiné, la lengua común de la España plural y diversa, que es conocida comúnmente como castellano o español. Es un texto muy razonable que desmenuza muy razonadamente algunas tonterías que son de uso común respecto a las lenguas. Por ejemplo, lo de sus derechos. Si se toman la molestia de teclear en el buscador de Google la expresión «los derechos de las lenguas», se encontrarán con una oferta de 11.100 páginas que tratan el asunto.
Las lenguas no tienen derechos, quienes sí los tienen son sus hablantes. Las lenguas son vehículos de comunicación antes que señas de identidad, tal como sienten los nacionalistas. También algunos socialistas. Uno de los mayores dislates que se han enunciado sobre el asunto salió de labios de Pasqual Maragall: «La lengua es el ADN de Cataluña». El 8 de marzo de 2005, el entonces presidente del Congreso, Manuel Marín, cortó al diputado del PNV Aitor Esteban, al iniciar éste su intervención en euskara. Sostuvo Marín que el castellano es la lengua oficial del Estado y que las restantes «lenguas españolas» tenían carácter oficial sólo «en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus estatutos» (art.3 C.E.).
«Las lenguas están hechas para entenderse», dijo Zapatero en contra de lo que habíamos aprendido con la Torre de Babel. Sánchez Ferlosio le cortó la retirada laica: sólo para entenderse sus hablantes entre sí. ¿Puede un viceconsejero de la Xunta de Galicia entenderse con un pequinés (de Pekín)? Sí, y sólo sí, si los dos hablan una lengua común. El chino, el inglés o el castellano tienen más probabilidades estadísticas. Podría ser que el chino hubiera estudiado gallego con mucho aprovechamiento, pero sería un caso más raro. Si el interlocutor de nuestro héroe fuera ciudadano británico, la cosa sería más extraña aún. Los ingleses tienen la sorprendente creencia de que ellos no necesitan hablar ninguna de las lenguas cooficiales de España. De hecho, ni siquiera se creen en la obligación de aprender español. Piensan, con razón, que ya aprenderemos nosotros inglés, por la cuenta que nos tiene.
El Congreso verá esta mañana en comisión una proposición no de ley por la que ICV insta al Gobierno a que apoye Gran Simio, un proyecto que solicita la equiparación de los derechos de los simios antropoides a los de las personas. No estamos hablando de proteger a los animales de los malos tratos, algo que se presupone en una comunidad civilizada, sino de, por decirlo con el lenguaje desprejuiciado de hoy en día, «ampliación de los derechos». Así podemos hablar de los derechos de los grandes simios y extenderlos, por analogía, a otras especies animales. Quizá deberíamos regular el derecho del toro de lidia a la objeción de conciencia. Vistas así las cosas, es más fácil de aceptar el sintagma «los derechos de las lenguas», aunque habría que especificar hasta dónde los reconocemos. ¿Tienen las lenguas derecho a decidir? ¿Puede una lengua dictaminar, en consecuencia, quiénes de entre sus hablantes son dignos de expresarse en ella? Esta posibilidad habría podido ahorrar al español la vergüenza de ser calificado por Arzalluz como «la lengua de Franco». ¿Es comprensible que un partidario de ampliar los derechos humanos a los grandes simios o a todos los vertebrados, niegue a personas de verdad, unos 16 millones de españoles, el derecho de escolarizarse en su lengua materna? Es más, ¿negaríamos a un chimpancé el derecho a ser escolarizado en castellano, si ésta fuese la lengua propia?
Santiago González, EL MUNDO, 25/6/2008