EDUARDO GOLIGORSKY – LIBERTAD DIGITAL – 04/03/17
· ¿Que los catalanes somos diferentes? ¿En qué? No será en el color de la piel, ni en la configuración corporal, ni en el cociente de inteligencia.
Leo que la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, «compartió mesa y mantel en Barcelona con el llamado G-16, un discreto grupo constituido por presidentes de instituciones económicas, deportivas y culturales de Catalunya que se reúnen cada dos meses para comentar en una comida de ambiente familiar las cuestiones más candentes del momento» (LV, 21/2).
Metieron la pata
La familia no estuvo tan unida como pide el estribillo popular, pues, según el diario, faltaron las cabezas de Foment del Treball, del FC Barcelona y del Ateneu Barcelonés, y a juzgar por el relato del cronista solo se oyeron las habituales frases trilladas que se intercambian en público. Sin embargo, los asistentes metieron la pata al transmitir a Santamaría –siempre según el cronista– la necesidad de que en el resto de España se entienda que «los catalanes no son ni mejor ni peor, sino diferentes». De ahí las reclamaciones de un estatus singular.
Descartada la forma, que es la torpe construcción sintáctica del aserto, producto de la racionada enseñanza del castellano, pasemos al fondo, que deja al descubierto las taras de una mentalidad racista. Diferentes, ¿en qué? No será en el color de la piel, ni en la configuración corporal, ni en el cociente de inteligencia. Los hay de tez muy blanca y menos blanca, rubios y morenos, altos y bajos, gordos y delgados, hombres y mujeres y todas las variantes intermedias hoy reconocidas, rápidos y lentos, tontos y brillantes. Diferentes entre ellos, sí, como todos los individuos del género humano, pero idénticos, dentro de cada una de estas categorías, a todos los otros españoles, franceses, estadounidenses, chilenos, australianos que descienden del mismo antepasado germinal. Los diferentes son genéticamente iguales y las reclamaciones de un estatus singular descansan sobre falacias repudiadas por la ciencia.
Ah, la lengua. ¿En qué lengua conversan Artur Mas y Juan José (¡Juan José, en castellano!) Ibarretxe, Mariano Rajoy y Carles Puigdemont, Arnaldo (¡Arnaldo!) Otegi y Pablo Iglesias? ¿Y la mitad de los catalanes con la otra mitad… o entre ellos? El sectarismo lingüístico puede imperar coactivamente en el aula y el recinto oficial, pero en la vida real la que manda es la necesidad de comunicarse, y para ello nada mejor que la lengua castellana, en España y en América, y la inglesa en todo el mundo. Por eso Ciudadanos defiende racionalmente la enseñanza trilingüe, incluyendo el catalán, contra la intolerante inmersión lingüística.
Terreno minado
Aquí es donde entramos en terreno minado. ¿Se atreverán a decir los contertulios del G-16 que la diferencia es genética? ¿Acaso son arios? Eso ya lo imaginaron el delirante Pompeu Gener (Peius) en Cataluña y el atrabiliario Sabino Arana en la comunidad vasca, a comienzos del siglo pasado, guiándose por las enseñanzas pseudocientíficas del conde Gobineau, que a su vez alimentaron la psicopatía nazi.
En Cataluña, corredor de paso entre la Europa carolingia y el resto de España, la mítica Marca Hispánica, tierra de acogida para millones de migrantes a lo largo de siglos, crisol permanente de mestizaje, con Barcelona convertida en capital del boom literario hispanoamericano de los años 1970, solo un iletrado en historia, cultura, antropología y genética puede adjudicarse la pureza racial. Y quedará automáticamente desautorizado por el censo electoral catalán, donde son abrumadora mayoría los apellidos originarios del resto de la Península. Hoy mismo conviven en Cataluña 1.067.883 extranjeros (sin contar los que gradualmente han –hemos– ido adquiriendo la nacionalidad española), que proceden de 187 Estados diferentes y hablan 300 idiomas (suplemento «Vivir», LV, 21/2).
Mamarracho plurinacional
Mil años de identidad apuntalan la diferencia, argumentan los fundamentalistas. ¿Y eso qué es? ¿Con qué se mide? ¿Cómo se delimita la identidad entre una región y otra, entre un municipio y otro… y así sucesivamente entre barrios, calles y viviendas, si sus habitantes, vecinos y ocupantes reivindican su voluntad de ejercer una identidad diferente de la del prójimo?
Ahora los demagogos populistas, los mismos que antes cantaban La Internacional, abominan del inter unificador para abrazar el pluri fragmentador. Sembradores inescrupulosos de discordias, reniegan de la España solidaria para discriminar a los conciudadanos encerrándolos en los bantustanes de un mamarracho (¡ni país ni Estado!) plurinacional.
¿Qué criterio emplearán los guardianes del orden para asignar las diferentes nacionalidades? ¿Territorial, si se fían, como los brujos de los pueblos primitivos, de las emanaciones telúricas? ¿Lingüístico, si se guían por las manías tribales del clan Koiné? ¿Racial, si prevalece la pseudociencia anacrónica que degeneró en la ideología nazi? ¿Existirá también la plurinacionalidad dentro de cada una de estas naciones, como se pregunta Fernando Savater («Pedagogía», El País, 25/2)? Si así fuera, dentro de Cataluña habría naciones de barceloneses, leridanos, tarraconenses, gerundenses e incluso de viguetanos y tortosinos. ¿Cuáles serán los requisitos para que el gallego nacido, por ejemplo, en Pontevedra, adquiera la nacionalidad extremeña si decide radicarse en Cáceres?
Las autoridades de la Unión Europea ya han dejado rotundamente claro que una Cataluña independiente quedará fuera de sus instituciones. Pagaría por ver la cara que pondrían esas autoridades si un día aparecieran los representantes de las nuevas naciones paridas por la madre patria española para solicitar sus respectivos asientos.
Un poco de cordura
Un poco de cordura, por favor. En lugar de reclamar un «estatus singular» justificado por la «diferencia», los miembros del G-16, y si no ellos, otros responsables lúcidos de la sociedad catalana, deberían pensar en la mejor manera de colocar a Cataluña bajo un paraguas compartido que la proteja de las amenazas que se ciernen sobre todo el mundo civilizado, sin distinción de identidades sobrevenidas. Valentí Puig da la voz de alerta («Cómo saber lo que ha pasado», El País, 7/2):
Uno de los aspectos más pueriles de toda la ideología del proceso secesionista habrá sido –de forma casual o deliberada– la absurda presunción de preservar Cataluña de lo que está pasando en un mundo de sinergias y disfunciones. Es como si con el ensueño catalano-céntrico, por otra parte, nada nuevo en la historia de Cataluña, fuera posible descontaminarse de Trump, Alepo, los mercados de deuda, la inteligencia artificial, el nuevo paisaje político español o el incipiente declive de la cocina de autor. Es como un envasado al vacío: concentrémonos en irnos de España y solucionaremos todos los problemas que nos atan al mundo real.
(…)
Quizás es que se da por hecho que la ruptura con España mantendrá a Cataluña al margen de los conflictos de nuestro tiempo cuando, en realidad, tal ruptura puede incrementar los riesgos que genera situarse a la intemperie, sin un sistema legal consistente, con peligro de inseguridad jurídica, sin un marco de garantías razonables para la inversión, con descohesión civil. Ahí es donde se está produciendo una grieta profunda porque mientras la política secesionista vive en una nube, la sociedad catalana –la emprendedora, las clases medias, el autónomo– vive al día las dinámicas que son el shock del presente.
(…)
En poco tiempo tendremos robots humanoides en el ascensor de casa. Poco tiene que ver el cliché de una España depredadora que roba a Cataluña con la crisis europea o el bitcoin. Tardaremos menos en saber lo que va a pasar que en entender lo que ha pasado.
Si se cumplen los presagios de los observadores que no están cegados por las pamplinas del referéndum, la secesión y la plurinacionalidad, los catalanes comprobarán que a la hora de apechugar con la crisis y la yihad desaparecen las diferencias ficticias y se recuperarán los buenos hábitos de la colaboración entre iguales.
EDUARDO GOLIGORSKY – LIBERTAD DIGITAL – 04/03/17